Dentadura roñosa, ojo cultivado




Arenas blancas, del inglés Geoff Dyer, no es aquel típico libro de viajes en donde el autor realza su protagonismo relatando aventuras o desventuras en parajes más o menos exóticos. Lo de Dyer va por otro lado, por una senda que implica mayor complejidad e inteligencia: además de describir ciertos lugares o rincones que en general le resultarán desconocidos a buena parte de los lectores, este escritor maneja capacidades que no son comunes entre los trotamundos que dejan testimonio de sus correrías. De partida, Dyer no se deslumbra con facilidad. Notable, y bastante cómico a la vez, es el desdén que le provocan los tahitianos y Tahití, isla a la que arribó tras las huellas casi inexistentes de Paul Gauguin. No obstante, las tres preguntas trascendentales con que Gauguin tituló una de sus grandes pinturas reflejan en más de un modo, claro que sin pedantería ni alardes metafísicos, la búsqueda del propio Dyer: "¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?".

Al avanzar en la lectura, uno percibe que el narrador demuestra preferencia por algunos temas específicos, ciertos asuntos que aborda a su antojo, de manera calculadamente imprevisible, inyectándoles una creciente profundidad y una importancia que decanta de a poco (la admiración por el Land Art es un ejemplo de ello, la pasión por el jazz es otro). Surge así, entre pausas y distracciones, la sólida coherencia que entrelaza los principales componentes del libro: el acto de viajar, el desplazamiento puro, por así llamarlo, con la vida y los gustos del autor. Cada capítulo, además, se inicia con una breve digresión de índole biográfica, o con divagaciones en torno a conocimientos intimistas que, tarde o temprano, se unirán en calidad de esquirlas fulgurantes a la obra gruesa del volumen.

Otro atributo de Dyer es que jamás repara en la intrepidez de sus pasos. Por el contrario, el tipo no se toma a sí mismo con demasiada seriedad –se mofa de la estereotipada y lamentable dentadura británica, que en su caso es decididamente roñosa, pese al procedimiento de blanqueo que ha emprendido– y desarrolla con efectividad un sentido del humor simpaticón. Lo anterior, por supuesto, no equivale a liviandad, ni tampoco a esa frivolidad asociada al que llega, reporta y se larga. Dyer es un hombre culto, bien leído, que recurre a los suyos valiéndose de la síntesis y la precisión. Del artista Robert Smithson, por ejemplo, aprendió que "el tamaño determina un objeto, pero la escala determina el arte". Mientras que de su adorado Theodor Adorno (lo llama "Teddy"), quien en su momento fue, al igual que él, un expatriado en Los Ángeles, Dyer rescata una definición de ficción, de los escritos de ficción, que, según advierte, vendría a ser el segundo aforismo más conocido del filósofo alemán: "Magia liberada de la mentira de ser verdad". Pues bien, algo de eso poseen también los textos de Arenas blancas.

Ya sea que se encuentre en Utah, en Pekín, en el desierto de Nuevo México, en la isla de Longyearbyen (ubicada en el océano Glacial Ártico de Noruega), en el monumento de Arenas Blancas (Estados Unidos), o internado tras un derrame cerebral en un hospital de Los Ángeles, Dyer articula un peculiar arte de la narración, aparentemente simple, sumamente intenso, siempre a la siga de los conceptos expresados por Gauguin en el título de su pintura. Se trata de "las experiencias que van repitiéndose en este libro, a saber: intentos de entender lo que significa un lugar concreto, cierto modo de señalar el paisaje; lo que trata de decirnos ese lugar; por qué lo visitamos".

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