Derechos humanos offshore y tejados de vidrio domésticos




Mariana Aylwin no pudo ir a Cuba. El gobierno de la isla le impidió embarcarse para viajar a La Habana. La ex ministra de Educación, ex diputada y actual core recibiría un premio otorgado póstumamente a su padre por una organización opositora al régimen cubano. La señora Aylwin aprovechó el desplante para recordar públicamente que en Cuba no hay democracia ni libertad de expresión, pero mucho más importante que eso, que el Partido Comunista chileno no quiere reconocer que una revolución por causas justas devino en una dictadura que amordaza a los disidentes; un régimen que ha sido encabezado por un grupo de varones muy satisfechos de sí mismos y de su rol en la historia, que supieron crear un eficaz cortafuego frente a la influencia del imperio vecino restringiendo las libertades de su pueblo.

Mariana Aylwin, con su estilo contenido y su voz punzante, apuntó al PC, porque un partido que no reconoce las violaciones de los derechos humanos en Cuba y Corea del Norte no es una compañía adecuada para la Democracia Cristiana. Desde hace mucho tiempo -y según muchas entrevistas- le resultaba ya inconcebible compartir coalición con un grupo político que les falta el respeto de esa manera a los derechos humanos. Hay que cuidar las amistades, dime con quién andas y te diré quién eres, parecía decirles a sus correligionarios. Luego de su frustrado embarque recibió el apoyo inmediato de distinguidos políticos de la UDI que, escandalizados por la vulgaridad del régimen cubano -¿qué es esto de prohibirle el ingreso a un país a ciudadanos decentes?- confirmaron su solidaridad con la hija del ex presidente. En estas materias no es posible tener dos discursos, aconsejaba hace poco un diputado UDI en un programa de televisión. Habló de las arbitrariedades del gobierno de Maduro en Venezuela y enumeró las barbaridades de los regímenes comunistas en Europa Oriental, la Unión Soviética. Cuando le preguntaron por las atrocidades que ocurrieron en Chile hace un par de décadas -cuando la dictadura persiguió, torturó y asesinó a una generación de comunistas-, el diputado se apresuró a declarar que no las conoció en detalle, argumentando que él aún no había nacido para el Golpe de Estado.

Tras las declaraciones de Mariana Aylwin, un ya legendario dirigente de la Democracia Cristiana aprovechó el momento, se unió a la voz de los disgustados y declaró que para mantener la coalición de gobierno era necesario acabar con las ambigüedades en temas tan fundamentales como los derechos humanos. Leí la declaración y me quedó dando vueltas la palabra "ambigüedad". Aludía, claramente, al PC frente a la situación de Cuba, Corea del Norte y Venezuela. No se hacía mención a China, que hasta donde se sabe tampoco es una democracia y, de hecho, califica como régimen comunista. Basta mirar la bandera. Compruebo en el mapa que es imposible pasar por alto ese gran manchón rojo ocupando un extenso territorio en Asia, muchísimo más extenso que las geografías apenas visibles de una isla en el Caribe y que la mitad de una península con vista a Japón. El gobierno chino ha sido constantemente denunciado por organizaciones internacionales por restringir libertades de expresión, religión y movimiento de sus ciudadanos, pero un misterioso mecanismo protege a Beijing de las críticas de los políticos más aguerridos que claman por mantener criterios claros, nítidos, independientes y apegados a principios monolíticos, en donde no quede espacio a la duda cuando se habla de Cuba. ¿Por qué no extender a China los reclamos por una causa tan justa? ¿Por qué no hablan también de la Rusia actual? No de la Unión Soviética, sino la Rusia de Putin, la misma que nos ha ayudado discretamente con un avión a apagar los incendios forestales; un país cuyo gobierno acumula denuncias de atropellos a la libertad de expresión, que ha encarcelado artistas por exposiciones que molestan al gobierno, que persigue a las organizaciones LGBT y en donde han muerto asesinados misteriosamente periodistas disidentes. Ni qué decir de los estados del Medio Oriente, con los que nuestro país mantiene excelentes relaciones y en donde los abusos son diarios.

La legítima preocupación de Mariana Aylwin sobre Cuba inevitablemente abre un camino sembrado de preguntas sobre el momento y el lugar para reaccionar. ¿Cuándo nos escandalizamos y cuándo no? Tal vez sólo cuando se trata de transgresiones costa afuera, en una suerte de observancia que se activa offshore, pero que se silencia si las denuncias ocurren en La Araucanía, en donde los campesinos mapuches sufren periódicamente el acoso policial. Ni qué decir de los abusos en el Sename. Sería interesante conocer la opinión de la señora Aylwin sobre estos puntos y otros: ¿Cuál será el criterio para escalar en la intensidad de la indignación que nos debe provocar el abuso de un Estado en contra de sus ciudadanos? En el caso de que la alarma se deba encender sólo con estados extranjeros, ¿la magnitud de la respuesta dependerá del hemisferio en donde ocurran las violaciones a los derechos humanos? ¿Del idioma que se hable en el país? ¿De la filiación política de los perseguidos? ¿Del intercambio comercial entre ese Estado y el chileno? ¿O de si el PC está o no en la coalición de gobierno?

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