El bígamo imperfecto




Cinco años antes de morir, Enrique Lihn escribió seis cartas dedicadas a igual número de mujeres. No se trataba de un carteo casual ni espontáneo ni obligado, sino de un proyecto literario que quedó inconcluso. Cinco de las seis corresponsales son en parte imaginarias (la otra es Gabriela Mistral, a quien el poeta divisó una vez de lejos). Y salvo la carta a la Mistral, el resto de las epístolas permanecían hasta ahora inéditas. El proyecto, no obstante, tenía un título definido: Las cartas de Eros.

Vistas en conjunto, las misivas tienen valor en al menos tres aspectos trascendentes, todos referidos a la personalidad del autor. Por un lado, están las admisiones íntimas y descarnadas: "La larga atención que me había prestado a mí mismo en nombre de la literatura era la causa de este aislamiento: matrimonio fallido, incompetencia paternal, amistades dispersas, amores provisionales o irrecuperables, nunca una casa de verdad, esterilizante abundancia de 'ocio creador', de tiempo libre, nunca niños ni obligaciones reales". Luego tenemos chispazos de humor en tono de pulla, como el que sigue, indudablemente dirigido a Neruda: "Si uno confiesa que ha vivido, no debe esperar ni la absolución ni la celebridad por ese acápite". Y finalmente, la sucesiva aparición de ciertas observaciones útiles de carácter universal: "Eras de opinión de que los pervertidos de verdad ignoran el placer; son, únicamente, crueles".

Al comienzo de la carta a Gabriela Mistral, Lihn sostiene que escribe esta correspondencia imaginaria a mujeres que "en un cierto sentido no existen". El matiz permite suponer que las destinatarias de las epístolas (Ariel, Consuelo, Teresa, Adelina, Beatriz) podrían conformar, de algún u otro modo, una especie de compendio de personas reales a las que Lihn amó o que lo amaron. El asunto no es irrelevante, ya que, en opinión del poeta, "la mecánica de las relaciones erótico-sentimentales" conduce indefectiblemente a que uno ama y el otro se deja amar. "El equilibrio de las relaciones es imposible. Eros —el maestro del sufrimiento— lo rechaza, porque ese equilibrio destruiría sus lecciones intrínsecamente sadomasoquistas, el maricón".

Como sea, y dejando de lado a la Mistral, las corresponsales son diferentes entre sí: Ariel le provoca un sombrío despecho al autor a bordo de una micro, Consuelo está temporalmente de regreso en Chile y se muestra distante, Teresa es una dama que no duda en tomar la iniciativa sexual, Adelina es portorriqueña y trabaja en una universidad estadounidense, mientras que Beatriz desea que el remitente se "repartiera entre varias mujeres, a condición de que tú fueras la favorita, y he vivido, pues, como el desposeído habitué de un harem mitad real y mitad imaginario". Todas, sin embargo, dejaron una pérdida en el hablante.

La misiva a la Mistral, por su parte, constituye una pieza repleta de admiración lúcida. Leer los libros Tala y Lagar, nos dice Lihn con esa sagacidad tan típica suya, implica comprender la relación de lo imaginario con lo fantástico, y de lo fantástico con lo fantasmal. "He seguido hablando de ti como lo hacía en los años cincuenta —ahora que soy yo el cincuentón y no el siglo—, en el carro de un tren de tercera, en la calle Puente (cerca de la Estación Mapocho), en estado de ebriedad, en un hotel de Cartagena, ahora y aquí y en los Estados Unidos, en tu propio Barnard College —el invierno del ochenta y uno— y también en la calle, en los trenes y en los aviones. No se trata de una mera adhesión —siempre ha sido crítica— a la poeta, sino, repito, de una relación erótica entre mi cuerpo y el tuyo —ambos verbales— porque estamos hechos de palabras. El uno para el otro".

La condición semiespectral de las mujeres reunidas en Las cartas de Eros le otorga una profundidad cautivante al reflejo del autor. Él es, a fin de cuentas, el protagonista del libro: "el bígamo imperfecto", el seguidor de Deleuze y Bataille, el hadario (desdichado), el mujeriego, el enamoradizo, "el millonario de cuerpo y alma" cuando lo toca la felicidad del amor correspondido, el observador implacable. Y él es, al mismo tiempo, el practicante convencido del único credo que importa, el propio: "Para un moralista sería justo que con la vara con que mide sea medido y quien a hierro mata a hierro muere, pero no creo en la justicia inmanente sino en una caótica lotería en la que se reciben al azar premios o castigos".

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