El karma de Guillier




A VECES pareciera que el senador independiente está desplegando su candidatura solo acompañado de su sombra, como un náufrago en una isla lejana, buscando desesperadamente la forma de arrancar de ahí y retornar al mundo. Pero no hay salida; por más que se instalen rumores sobre una improbable bajada o desistimiento, soñando con encontrar a última hora una alternativa de remplazo, para la Nueva Mayoría las cartas están echadas: simplemente no existe posibilidad de renunciar a Guillier porque, entre otras cosas, es hasta ahora la única, ¡la única! candidatura que según las encuestas tiene alguna opción de no perder con Sebastián Piñera en segunda vuelta.

Pero el ánimo suicida del oficialismo es inobjetable: Guido Girardi intentó convencer a los chilenos que votar por su candidato era en realidad un 'castigo'; la senadora Adriana Muñoz tuvo que dejar su idea del generalísimo en un cajón después que la llamaron al orden por el diario; a Juan Pablo Letelier, el parlamentario encargado de juntar las firmas, lo conminaron también en público a terminar la pelea con los notarios; Osvaldo Andrade pidió derechamente terminar con las 'pendejerías' y a Guillier, transformarse de una vez en candidato; y por último, los partidos fueron notificados que si querían un 'militante' dispuesto a seguir instrucciones, mejor se buscaran a otro.

Parece un guión de los locos Adams, pero no lo es. En rigor, el desequilibrio que rodea la candidatura de Guillier no difiere mucho del que afecta a la Nueva Mayoría y al propio gobierno; uno cuyos rasgos develan un proyecto político en fase terminal, secuela entre otras cosas de niveles de rechazo y desaprobación inéditos, que se han mantenido estables por casi tres años. Así, el efecto de la alta dosis de desafección y desencanto que hoy embargan a la centroizquierda, no podía ser otro que volver cada día más difícil coordinar, organizar y desplegar el trabajo propio de una campaña presidencial.

Con todo, la falla geológica que desde el inicio viene agrietando los cimientos de la Nueva Mayoría es todavía más profunda; una fractura asociada a su inconsistencia estratégica, al descomunal error de diagnóstico que la explicó en su origen, a las desacertadas políticas públicas que marcaron y definieron su gestión, y a la enorme desconfianza e incertidumbre que terminó extendiendo en la población. Su actual divorcio en dos candidaturas presidenciales fue, al final, el destino inevitable de todo este entuerto, consecuencia lógica del oportunismo que la llevó a ordenarse tras la popularidad de Bachelet, y del delirio adolescente de una generación que, en su hora nona, realmente pensó que podía cambiar el mundo.

En resumen, Alejandro Guillier no es ni el culpable ni el castigo de esta larga travesía de errores consumados. El karma de su candidatura fue más bien terminar transformándose en un verdadero símbolo, en la encarnación casi perfecta del castigo y la culpa de todos los demás; los mismos que lo metieron en esto solo en función de las encuestas que ahora cuestionan y que, en noviembre próximo, deberán concurrir resignados a votar por él.

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