El meme egoísta (memética parte cuatro y final)




Del inglés me gustan varias cosas, pero en especial cuando apunta al espejo y se refiere a nosotros mismos: mientras que en castellano decimos "ser humano", así, a secas, con un infinitivo definitivo que nos asume cosa juzgada, el inglés hace un abordaje deslizante, metiendo un gerundio clave y dándonos a entender que somos trabajo en proceso, que el "being" en "human being" es un cachetazo a la cosificación. En castellano apenas somos, mientras que en inglés estamos siendo.

La cosa, con los memes, también va por ahí.

Sabemos que no hubo lenguaje de un día para otro, que no existió ese primer día en el que algún homo sapiens se puso a chamullar con sujeto, predicado y objeto directo, y que todo lo que desde algún momento en el tiempo nos hemos venido transmitiendo los unos a los otros también baila al ritmo del devenir evolutivo.

Pero, si bien la analogía gen/meme es muy didáctica, tiene una objeción que la enriquece, y esta es que la transmisión memética sufre una variabilidad muchísimo mayor y más acelerada que la genética.

Seguramente alguna vez han jugado al "teléfono", que es esa ronda en la que alguien susurra rápidamente una frase al oído del primero, que luego se la dice al oído al segundo, y así la frase se propaga a través de la cadena hasta que el último repite en voz alta lo que entendió y todos, si tenemos seis años, nos matamos de risa porque no tiene nada que ver con la frase original.

Pero si jugáramos, por ejemplo, a hacer una jirafita de origami y le enseñásemos al primer niño cómo hacer cada pliegue, y este a su vez le enseñara al segundo, y el segundo al tercero, y así hasta finalizar la ronda, comprobaríamos que todas las jirafitas de origami serían más o menos parecidas, y que algún error en algún pliegue hubiese sido corregido por el niño siguiente al ver que era mucho más lógico doblar una orejita hacia un lado más que hacia el otro.

La gran diferencia entre ambos casos es que, en uno, lo que se copia es el producto y, en el otro, lo que se copia son las instrucciones. Cuando se copia el producto, la mutación es mucho más veloz, la distorsión se arrastra y se transmite de fenotipo en fenotipo. En cambio, cuando se copia la instrucción (genotipo), la variabilidad es mucho menor y la fidelidad, obviamente, mayor.

Se habrán dado cuenta ya de que los memes se copian como en el juego del teléfono (Lamarck) y los genes como en la jirafita de origami (Weismann).

Esta diferencia de ritmos evolutivos influyó directamente en hacernos quienes somos hoy (o, mejor dicho, quienes estamos siendo hoy). Me explico: a partir de que nuestros ancestros, 2,5 millones de años atrás, empezaron a imitar y copiar información, los memes, en su independencia, tomaron su velocidad evolutiva propia, mucho más rápida que la genética.

De este lado de la cancha, la de los humanos, viendo que este cuento nuevo de imitar nos daba una enorme ventaja de supervivencia, empezamos a adaptarnos generando cerebros cada vez más complejos para poder procesar memes que a su vez se iban complejizando cada vez más. Se produjo, entonces, una sociedad de beneficio mutuo entre humanos y memes, una colaboración en la que, inmersos en la misma inercia, iban coevolucionando, generando simultáneamente mejores condiciones para la supervivencia de unos y otros. Sí, los memes fueron moldeando nuestro cerebro porque necesitaban un hábitat más poderoso para ser procesados y nosotros, a su vez, nos beneficiábamos de memes cada vez más complejos para sobrevivir. De entrada, los memes pusieron su mano en una de las riendas de nuestra evolución.

Pero sabemos que los memes son información que está allí para ser copiada. No tienen intencionalidad, conciencia o voluntad. Son, al igual que los genes, metafóricamente egoístas. Pero evolucionan endiabladamente más rápido y no tienen intención de extinguirse. No les importa si en ese tren desbocado arrasan con todo a su alrededor. No desperdiciarán oportunidad de ser replicados y para eso necesitan de nuestro cerebro. Y de nuestros recursos. Ojo aquí.

Si miramos la evolución de la cultura diacrónicamente nos vamos a encontrar con que, como especie, hemos invertido una inmensa cantidad de energía en producir plataformas de replicación y difusión de memes: lenguaje, escritura, imprenta, telégrafo, radio, televisión, computadoras, internet. Pensemos en cuánto tiempo pasamos al día al servicio de esa difusión.

Un ejemplo claro de este efecto atropellada de los memes es el sexo, acto fundamental para la reproducción de genes. Claramente, en nuestra cultura, el sexo no tiene a la reproducción como único fin. Nuestra actividad sexual está dominada por complejos meméticos (memeplexes) que guían y encuadran nuestra pulsión sexual en términos absolutamente no reproductivos. En crudo: la cantidad de hijos que tenemos está más relacionada con la supervivencia de los memes que con la supervivencia de los genes.

Sin hijos no hay memes, por lo que, por ahora, les somos funcionales. Pero esta perspectiva nos pone una lucecita roja respecto de nuestra propia evolución cultural. Como máquinas reproductoras de memes somos muy eficientes. Pero las computadoras lo son más. Quizás algún día los memes se aviven y muy pronto, cuando las máquinas puedan reproducirse a sí mismas, quizás ya no nos necesiten. O sí, como baterías eléctricas. Pero esa película, creo, ya la vi. A lo mejor debería firmar esta columna como el Agente Smith.

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