El monstruo de Salvador Benesdra




Según el catálogo de la Universidad Cornell, hay en EE.UU. muy pocos ejemplares de la primera edición de El traductor, la novela póstuma del escritor argentino Salvador Benesdra (1952-1996), publicada por Ediciones de la Flor en 1998. La novela no estaba en la biblioteca de mi universidad; llegó cuatro días después, despachada en un camión desde la Universidad de Penn. La ausencia de sellos de salida en la última hoja me hizo pensar que estuvo durante 15 años en los estantes de la biblioteca de Penn sin que a ningún profesor o estudiante se le hubiera ocurrido leerla.

La nueva edición, publicada por Eterna Cadencia (2012), promete remediar ese error. A juzgar por las primeras lecturas, Salvador Benesdra ha vuelto para quedarse. El traductor tiene 670 páginas y trata del mundo del trabajo en la era del capitalismo tardío. El tema podría llamar al tedio, y a ratos lo hace, pero en general deslumbra esta novela en la que se construye un relato épico (o mejor, antiépico) en ese espacio tan poco transitado por la literatura latinoamericana. Ricardo Zevi, el traductor de Turba -una editorial de izquierda-, dice que traduce "con el distanciamiento profesional de quien ha dejado de creer que un libro puede torcer el rumbo de alguna cosa". Benesdra escribe con la convicción contraria. De ahí provienen sus excesos y también sus mejores hallazgos.

Estamos en los 90 y la crisis ha llegado a Turba. ¿Qué hace una empresa de izquierda para enfrentarse a un mundo donde prima la eficiencia salvaje? Actúa como cualquier empresa de derecha: "racionalizando" su plantilla laboral, buscando dónde hacer cortes que le permitan ser más competitiva. Como resultado, Zevi y sus compañeros terminan con un "terror macizo" y se humillan para conservar su trabajo. De nada sirve publicar libros sobre el derecho a la huelga: la nueva izquierda se doblegará muy fácilmente ante los reclamos del capital, ante la "lógica" del sistema. Benesdra narra ese momento en que, ante un violento proceso de transformación laboral, el trabajador queda, literalmente, "desubicado". Su crítica se enfoca en las contradicciones de la izquierda, pero no se cierra a ésta: Benesdra está narrando el mundo en que vivimos, en el que el capital carece de ideología y el eufemismo de turno -informatización, ajuste- sirve para justificar los abusos. No sólo eso: su mirada es tan amplia que es capaz de hablar en un solo párrafo de los sistemas políticos desde la Antigua Grecia hasta hoy. Como dice Fabián Casas, Benesdra es un monstruo (El traductor es un monstruo).

Zevi es también una contradicción; es, después de todo, un traductor, alguien que busca "los puentes, las transiciones, las reglas de pasaje y conversión... el deseo del amo en las fórmulas del esclavo, el colectivismo de los individualistas y el individualismo de los colectivistas...". Se queja de los abusos del capital, pero traduce a un reaccionario pensador de derecha llamado Brockner y va aceptando su forma de ver el mundo a través de crudas relaciones de poder; inicia una relación con Romina, una mujer adventista de la provincia, y la somete a crudas fantasías masculinas de dominación como aliciente de su deseo.

El traductor está amparada por Nietzsche y Kafka. Benesdra intuye lo que vendrá: una ola, "un movimiento gigantesco de huelgas, sentadas, ocupaciones pacíficas de empresas y otras formas de lucha del arsenal no violento". La novela tiene un final feliz engañoso, porque, si hemos leído bien, no es fácil escapar del Castillo ni tumbar a los señores. Lo único que queda es la lucidez, "una sed insaciable de realidad y verdad", por más que eso sólo sirva para presenciar la "propia ejecución".

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