El nuevo periodismo




DECIR QUE el periodismo político en Chile ha cambiado se ha vuelto un lugar común. El país se ha vuelto más exigente y horizontal, más escéptico y desconfiado, y la manera de comunicar no está ajena a dichas mutaciones. Si antes había cierta complacencia, y los políticos se daban el lujo de manejar la pauta, hoy predomina un clima de suspicacia generalizada. La premisa parece ser que los hombres públicos, por definición, tienen algo que escondernos. Se hace imperioso entonces desenmascararlos, ponerlos en evidencia y obligarlos a rendirse ante los nuevos corifeos de la moral. Si se quiere, el triunfo del periodista se ha convertido en el triunfo del detective.

Naturalmente, esta evolución tiene aspectos positivos. Durante muchos años, los estándares de coherencia de nuestros políticos fueron inusualmente bajos. Hoy, los hombres públicos no la tienen tan fácil, y cada una de sus acciones está (al menos potencialmente) expuesta a un escrutinio severo. Sin embargo, la nueva situación no carece de riesgos, y no es seguro que todos sus protagonistas sean conscientes de ellos. La democracia representativa no solo necesita conocer las incoherencias de quienes aspiran a posiciones de poder, sino que también debe generar el espacio para que éstos puedan transmitir su visión del país y del futuro. En ese sentido, el papel del periodismo no es solo (ni principalmente) incomodar al entrevistado desde la superioridad moral, sino ayudarnos a comprender un entorno complejo. Si los candidatos a una elección no tienen tiempo para hablar (pues son constantemente interrumpidos), y deben estar siempre a la defensiva (porque muchas entrevistas se parecen a un interrogatorio judicial), el sistema entero queda cojo y desequilibrado. Nada de raro que en ese contexto no hayan grandes relatos, pues ni siquiera alcanzan a germinar.

Esta lógica se ve exacerbada por la dinámica de las redes sociales, que dificulta cualquier discusión seria. Todo debe debe ser instantáneo y monocolor (¿sí o no?), y no hay tiempo ni disposición para algo más. La política queda atrapada en lógicas binarias que le impiden cumplir con su papel mediador. Al mismo tiempo, la opinión dominante, o aquello que se percibe como tal, adquiere un peso desmesurado. Un buen ejemplo de esto es el modo de enfrentar los mal llamados temas valóricos, donde muchas veces los candidatos cuyas opiniones no forman parte del mainstream son sometidos a una virtual imputación: ¿Cómo es posible que alguien no piense como yo? Así, se vuelve improbable la mera manifestación del desacuerdo, que es el fundamento de cualquier vida democrática.

Raymond Aron solía decir que la política debe ser analizada según su propia lógica, y nunca desde la comodidad moral que brinda el hecho de que otros toman las decisiones difíciles. La responsabilidad última no es del observador ni del periodista y, por lo mismo, éstos no deben caer en la trampa del narcicismo. El desafío pasa por asumir, sin dejar de ser exigentes, que el afán inquisidor cobra sentido si está al servicio de un objetivo distinto: ayudar a los ciudadanos a comprender mejor el mundo. Cuando esa dimensión sale del horizonte, la política (y también los políticos) pierde su densidad, volviéndose incapaz de gobernar. Tendremos entonces comunicadores moralmente intachables, y políticos de bajo vuelo. No es seguro que el negocio sea conveniente.

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