El punto de partida y el de llegada




En su primer gobierno, la Presidenta Michelle Bachelet tiene que haberse sentido terriblemente capturada o neutralizada por la dupla de Edmundo Pérez Yoma, en Interior, y Andrés Velasco, en Hacienda, como para estar haciendo  lo que hoy está haciendo. Se diría que su nuevo gobierno no quiere guardar la menor semejanza con el primero y de hecho esa experiencia está teniendo cada vez menor peso específico en las intervenciones públicas de la Mandataria. La memoria presidencial se acortó: Bachelet logra mirar hacia atrás, pero más allá de Piñera no pasa. Y no pasa porque seguramente no quedó conforme con su primera administración. ¿Por qué? Básicamente porque el suyo fue un gobierno de muchas continuidades y pocas rupturas. La fórmula para esta segunda experiencia es exactamente la inversa: muchas rupturas, pocas continuidades.

Esto es lo que explica la reinvención de Bachelet después de cuatro años en Nueva York, durante los cuales -dato no menor- el viento en la sociedad chilena cambió de dirección. Lo que no era posible entonces sí puede serlo ahora. Es también lo que explica que los viejos tercios de la Concertación hayan quedado tan al margen de los cuadros más relevantes de este segundo gobierno. Hasta ahora sólo les ha caído, en el mejor de los casos, una embajada por ahí o algún sillón de directorio en empresa pública por acá. El hecho es revelador no sólo de la renovación generacional que el gobierno ha llevado a cabo, sino también de la manga ancha con que se están tomando algunas decisiones de política exterior o sobre gestión patrimonial del Estado. Pero ese es otro tema. Lo de fondo, lo que importa, es que donde su primera administración marcaba A ahora la segunda marca Z. O, para no exagerar, marca B, C o D.

Hay mucha gente y mucho analista indignado con esta inconsecuencia. Varios todavía están a la espera de una explicación que haga comprensible por qué una persona que se la jugó, por ejemplo, hace seis u ocho años con tanta decisión para no subir impuestos ahora haya convertido en la actualidad una reforma tributaria ambiciosa en una verdadera batalla por el rescate del Santo Grial.

Sí, todos aceptan que los tiempos cambian y que los márgenes de la acción política están condicionados por los contextos. Pero hubiera sido bueno quizás una explicación o una autocrítica al respecto. Hacer como que no hay ningún cambio, cuando en realidad lo hay, o suponer que las cosas siempre se hicieron así, cuando en realidad se hicieron distinto, no hace más que confundir. Se puede quemar lo que antes se adoró y adorar lo que antes se quemó. Perfecto: eso es claro y tiene un costo. Lo que no es tan claro es cambiar de culto con una suerte de déficit atencional.

Gobernar con límites

Quizás sea sólo un detalle. Quizá  lo importante es que Bachelet captó que en Chile había un descontento, a lo mejor parecido en algo al que a ella le dejó en su fuero interno su primer gobierno. Por eso decide volver a La Moneda. A tratar de contenerlo y remediarlo. Fue una buena decisión. Nadie estaba en mejor posición que ella para hacerlo y es sano que los gobiernos sean de mayoría. La agenda que planteó instó a un país donde las desigualdades fueran menores, donde los derechos de las personas estuvieran mejor garantizados y donde el Estado reasumiera roles más protagónicos.

No está muy claro, sin embargo, hasta dónde pueda llevar esto. En principio el programa de gobierno no es revolucionario, no aspira a desmantelar el modelo ni a sacar a Chile de su matriz del capitalista para devolverlo al dirigismo estatal. Sin embargo, tampoco esto podría descartarse y el gobierno, fuera de haber cultivado la incertidumbre a este respecto, es el menos interesado en despejar la incógnita, porque siente que si lo hace podría comprarse una oposición de izquierda. Hay claridad en el punto de partida, no en el de llegada. El problema es que la indefinición hará que el gobierno comience a perder aceite por el centro. Ya ha perdido un poco con la reforma tributaria. Y lo seguirá perdiendo con la reforma educacional, que hasta este momento tiene poco de educacional y mucho de estatización de los activos de la educación privada.

Tal como el gobierno confunde los medios con los fines (al punto de transformar algo puramente instrumental, por ejemplo, como eliminación del FUT, en un asunto intransable), también confunde consecuencias y causas. El diagnóstico de ahora en La Moneda es que la transición política se volvió vergonzosa e impresentable por culpa de los consensos, no por la forma en que la Concertación medró y se durmió sobre el aparato del Estado. También se impuso la tesis de que la desigualdad de la sociedad provenía del modelo, que como sea las ha estado corrigiendo, y no de la matriz histórica que tanto los gobiernos radicales desarrollistas como la Revolución en Libertad y la Unidad Popular dejaron exactamente igual.

El precio del éxito

Viendo las imágenes que llegan de España, donde también la transición que encabezó el rey está siendo muy cuestionada por turbia, timorata y entreguista, no obstante que España no ha vivido mejores décadas que las recientes, hasta el más distraído de los observadores debe abrirse a pensar que los países no se guían necesariamente por la lógica del ensayo y el error. Más bien es al revés. Se descartan las fórmulas en cuanto empiezan a funcionar y a salir bien. Se cambia lo que resulta por lo que nunca resultó. Se desestima lo bueno por lo que supuestamente es mejor. Cada generación reivindica su derecho a equivocarse. Pobre los países a los cuales les haya ido demasiado bien.

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