El yoga latino




Los cambios en la vida íntima -esas pequeñas alteraciones de las rutinas diarias, familiares y personales- suelen ser indicios de modificaciones mayores de la sociedad. Si observamos la devoción moderna por el trabajo -recordemos que antes era un castigo divino- podemos darnos cuenta que ha derivado en la eliminación de tradiciones ancestrales, como era dormir siesta y conversar sin agenda.

Cuando era niño recuerdo que la siesta era un rito que en mi casa se consideraba "el yoga latino". Mi padre me decía que desde los tiempos del Imperio Romano que la práctica de dormir un rato en las tardes era respetada. A mí no me cabían dudas. Veía que muchos se encerraban en sus piezas o se lanzaban sobre un sillón después de almuerzo. Y, sobre todo, entendía que hacer ruido era tan grave como lanzar un piedrazo contra un vidrio de la casa. Entendí que la siesta no solo era un descanso, sino también una forma de dividir el día. Es una hora para fantasear, sentir el cuerpo y perder el control a través del sueño. Implica borrarse un rato de la realidad, fugarse y reposar después del placer de comer. Luego viene la sensación, angustiosa o feliz, de despertar en un mismo día dos veces. Esta es una experiencia impostergable, si la siesta es consistente y profunda. Los adolescentes tienden a buscarla para tener noches largas sin sueño.

La siesta es un tópico literario, un tema común con ribetes eróticos y metafísicos abordado por diversos artistas que describieron y pintaron siestas. Tenemos como ejemplo máximo por su imposible belleza el poema La siesta de un fauno de Stéphane Mallarmé. Y en una fibra más confesional están las siestas que dormía Franz Kafka. En una carta a Felice Bauer, escribe su día: "De 8 a 2.30 en la oficina, almuerzo hasta las 3.30, a partir de esa hora y hasta las 7.30 siesta en cama, después 10 minutos de gimnasia, desnudo y con la ventana abierta, luego me doy un paseo de una hora. A veces a las 11.30 recién comienza la sesión de trabajo en mis textos que dura según las fuerzas, las ganas o la suerte que tenga, hasta las 1, las 2, las 3, una vez me dieron las 6 de la madrugada".

Hoy nadie duerme siesta, excepto los niños, los adolescentes y los ancianos. Al resto no le está autorizado por el orden social. La siesta en muchos lugares es vista como una actividad propia de vagos, de personas que beben mucho durante el almuerzo o de patanes inmutables. En el trópico, en cambio, es una necesidad vinculada al calor, una manera de capearlo. Y en provincias no es así de grave declararse cansado y dormir, puesto que tienen una medida del tiempo menos neurótica. Leo en Facebook que en Japón proliferan los hoteles para dormir siesta que cobran por entregar cubículo blindado de ruidos que asegura intimidad pese a la estrechez.

El imperio de la eficacia ha querido convencernos de que el tiempo invertido en trabajar es el único negocio posible para los que no tienen herencia. Los privilegiados son los únicos dueños de sus horas. Eso es una mentira para inocentes, un dispositivo para esclavizar. Ya que en lo que al tiempo respecta, el único factor de real peso es la muerte. Tenemos las horas contadas, y para calcularlas hay que poner en la balanza las variables ocultas, las enfermedades, los duelos, la ansiedad y el miedo como factores que inciden en ese breve tiempo con que contamos. No solo vivimos del dinero que nos permite comer, aunque lo necesitamos con urgencia.

Reconocer que también nos cansamos y que nos da placer plegarnos al sueño, es señalar que el tiempo no pasa en vano, que nos afecta y reduce las energías. Declarar que necesitamos recuperar el aliento y el contacto con la interioridad por unas horas, significa que medimos el devenir existencial con otra densidad. Fingir ingenuidad ante el final obligatorio que nos espera a todos torna aburrido vivir. Eludir la muerte sin vergüenza buscando retribuciones inferiores al placer de dormir una siesta puede ser una equivocación. Los que trabajamos, además, sabemos que el dinero que ganamos no depende necesariamente de nuestra entrega y talento. El simulacro de civilización en el que estamos envueltos es evidente. Por lo mismo es necesario detenerlo a veces para recobrar el sentido. En ocasiones bastan unos minutos para ganar aliento preciso y sentir nuestra piel. Dormir comprende asumirnos con un final.

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