En piloto automático




TUVO QUE surgir la polémica acerca de la compra de una parcela en las cercanías del proyecto minero Dominga para que volviera a escucharse fuerte la voz de Michelle Bachelet. No fue el recrudecimiento del conflicto mapuche, la prolongada huelga en Escondida o el bajo crecimiento de 2016 lo que despertó a la Mandataria del letargo en que se la ha visto sumida en el último tiempo. Fue un asunto familiar: "¡Dejen a mi hija tranquila!".

Resulta perfectamente normal y lógico que una madre salga en defensa de su hija cuando siente que esta ha sido acusada injustamente. Ni siquiera los presidentes de la república escapan a esa ley de la naturaleza. Lo que sí resulta llamativo es que nuestra Jefa de Estado solo parezca decidida y motivada cuando lo que está en juego es su propia honra o la de su familia.

Al igual que en el episodio en el que terminó querellándose contra la revista Qué Pasa, la Presidenta reaccionó indignada frente a la revelación de que su hija es dueña del terreno en el norte. Más allá de la explicación que dio y de lo que esta enseña acerca de su comportamiento tributario, el hecho de que solo asuntos personales motiven una intervención enfática de la Mandataria habla mucho de cómo ella está concluyendo su gobierno.

Las formas republicanas imponen obligaciones: el período presidencial termina el 11 de marzo y hasta ese día Michelle Bachelet es la Presidenta constitucional. Sin embargo, todo indica que, para muchos efectos, su mente ya no está en La Moneda. En la mayoría de los temas relevantes para el país, la Mandataria calla y se ve ausente, con lo cual resiente su capacidad de conducir.

El liderazgo de Bachelet, que alguna vez se pensó indestructible, hoy está hecho trizas. Fue construido sobre la premisa de una popularidad aparentemente inoxidable. La misma que le permitió convertirse en candidata en 2005 contra los deseos de buena parte del establishment concertacionista. Y que la hizo volver como un hada madrina desde Nueva York en 2013 e imponer sus condiciones a una Nueva Mayoría confundida.

Pero Bachelet perdió la popularidad y su gobierno, la mística. Hoy salen ministros y a nadie le importa demasiado, porque todos entienden que esto ya se acabó. El país parece avanzar -estancarse, más bien- en piloto automático.

Sin embargo, todavía queda un año de gobierno. Y, aunque está claro que ya no hay tiempo para nuevas iniciativas ni grandes propuestas, sí hay espacio para tratar de enderezar el rumbo y vigorizar la gestión con el objetivo de acabar con el estancamiento y la apatía. Para eso se necesita una Presidenta con ganas, que dé el ejemplo de que la pega se hace bien hasta el último día. Pero ese impulso parece no existir ya en Bachelet, quien solo posee energía para defenderse a sí misma y su familia. Si sigue así, lo que la espera es un triste y solitario final.

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