Epitafio




Un problema de la comprensión histórica es saber cuándo acaba una época y comienza otra. Lo que muchos años más tarde vemos como claros hitos divisores de tiempos pasados, usualmente no fueron percibidos en su momento con nítida conciencia de su significado. Y es reiterado el caso de vanguardias que han acusado el fin de un período y el nacimiento de otro, sin que, en verdad, nada importante haya cambiado.

Pero la muerte anda en secreto y cuando menos se la espera adviene con su aparecer silente. Ante ella, al pensamiento no le queda sino asentir. Entonces, algo se cierra y abre a la vez. Un ciclo acaba, otro aún no comienza. Los caminos, efectivamente, se dividen. La muerte sella épocas. Ocurrió con la de Luis XVI, Napoleón, el Zar, Allende.

Ricardo Lagos ha muerto políticamente.

Muchos de los pequeños dirigentes que contribuyeron, en los modos pedestres de la intriga y el ocultamiento, se alegran, sin entender mucho las dimensiones de su alegría, ni considerar que probablemente hayan dado curso a un proceso que consolidará su insignificancia política.

La muerte política de Lagos es la del político vivo mayor de su generación. Lagos fue soberbio, pero valiente. Tuvo capacidad de postergarse, de colaborar junto a otros, de concebir y sentir al país, de mirarlo en el largo plazo. Cometió errores graves y su gobierno vivió un momento de inestabilidad importante. Pero encarnó la Presidencia de la República con prestancia, con plena conciencia del papel simbólico de la institución. Se hizo respetar, entonces, por partidarios y opositores, y su sexenio es recordado como uno de esplendor. El último, si se lo compara con los años de desazón e incapacidad a los que nos acostumbró Bachelet.

Lagos era capaz en economía, en política y en filosofía. Se desenvolvía en los asuntos de la gestión y la administración, sin olvidar que la política queda trunca cuando se es ignorante en materia de ideas, en el pensamiento, en los grandes asuntos de la cultura.

La caída de Lagos sella el cambio de época. El paso de la transición a lo nuevo significa la ruptura de ciertos consensos. El país se sume -sin restauradores a la vista- en un período de inestabilidades e inseguridades. Eso, mientras no encuentre nuevas conformaciones institucionales y políticas en las que se asienten los entendimientos del futuro; los nuevos asuntos indiscutibles que configuren marcos renovados de discusión; los grupos que encarnen el orden del porvenir.

El escenario político actual no permite prever una salida pronta a la crisis.

En la derecha hay pensamiento económico y capacidad de gestión, pero un enconado desdén por las ideas filosóficas y políticas. Mientras eso no cambie decisivamente (y hasta ahora no ha cambiado), su liderazgo será doméstico, no político, incapaz de mostrarle un destino al país y de hacerle frente a la movilización social.

En el ala izquierda (la más poderosa) de la Nueva Mayoría hay algo de pensamiento político y filosófico, pero descuido inveterado con la economía y la gestión. Es la continuidad con el descalabro de Bachelet (probablemente con menos desasimiento).

En la izquierda del Frente Amplio hay pensamiento político, filosófico y económico, pero aún no decantado. Y un cúmulo de liderazgos poco perfilados y tan "puros" como ingenuos.

¿Cuál será el conglomerado capaz de auscultar la existencia nacional y articularla a partir de una comprensión económica, política y filosófica, en un nuevo orden que haga sentido?

Probablemente sean nuevos grupos y alianzas los que logren visualizar lo que viene. Hay quien dice que en la política chilena, cual la hispana o la germana, se abrirán cuatro bandas: dos extremas, dos más centristas. Quién sabe. Lo que ahora es cierto es que en la actual configuración de fuerzas no se alcanza a ver mucho que permita decir algo distinto a constatar lo que la caída de Lagos deja en palmaria evidencia: la incertidumbre.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.