¿Está Chile entrando en un nuevo ciclo político?




Se habla, lo mismo en Chile que en el exterior, de un nuevo ciclo chileno. No se quiere decir, con esto, que las elecciones de fin de año llevarán al poder a un nuevo gobierno. Se apunta más bien a un cambio profundo y rupturista. Algo así como una nueva etapa de la historia chilena, luego de que el retorno de la derecha al poder cerrara el largo ciclo de la transición democrática.

Lo que se argumenta para sostener esto es que la sociedad chilena se ha izquierdizado. Luego de la aceptación a regañadientes de una etapa de moderación -o, para decirlo en palabras de Ortega y Gasset, de "estrangulación del énfasis"-, la sociedad habría decidido acabar de una vez por todas con el legado institucional y económico de la dictadura y el predominio ideológico de la derecha. El eventual retorno al poder de una Michelle Bachelet izquierdizada sería el síntoma definitivo de este proceso sociológico y político.

No comparto esta visión. No creo que Chile se haya izquierdizado. Lo que se ha izquierdizado es la izquierda. Ni siquiera el hecho de que el gobierno de Sebastián Piñera haya realizado, en ciertos sentidos, una gestión de centroizquierda, al menos si la juzgamos a partir de su política tributaria y fiscal, demuestra una izquierdización a gran escala. Todos los sondeos que miden la actitud de los chilenos frente a la riqueza, la relación entre esfuerzo y recompensa, la responsabilidad individual y el papel del Estado nos hablan todavía de un Chile con una clase media casada con lo esencial del modelo en su versión democrática (que además fue despojado de algunas legañas institucionales del pinochetismo en tiempos de Ricardo Lagos, no lo olvidemos).

Ocurre, sin embargo, que la izquierda entendida como un conjunto de líderes, movimientos y sensibilidades más que como una alianza política ha cobrado un protagonismo descollante en la vida pública de Chile. La izquierdización de la izquierda ha tenido como primera consecuencia importante forzar a la centroderecha a asumir unos cambios que en otras circunstancias la propia derecha hubiera calificado de demasiado concesivos. La segunda -y más transformadora- consecuencia ha sido la izquierdización reciente de la Concertación. Más exactamente: de la candidatura de Michelle Bachelet.

Bachelet tenía frente a este proceso dos opciones. Una era liderar a esa energía social dispersa, informe, desorganizada pero potente que es la izquierda de la calle y de la agenda extra-partidos. Una izquierda que no pretende mejorar lo que anda mal en el camino al desarrollo, sino modificar el modelo sustancialmente. Liderarla suponía señalarle los límites y llevarla hacia aguas serenas. La otra opción era dejarse liderar por ella. Optó por lo segundo. No necesariamente en un sentido sólo oportunista: creo que ella se siente capaz de moderar esa energía, o encauzarla hacia algo que no sea traumático, una vez en el gobierno. Intentar hacerlo desde ahora, que es lo que la primera opción hubiese entrañado, representaba un riesgo: eso hubiera podido, piensa ella tal vez, dar al traste con su candidatura y la Concertación, abriendo las puertas a opciones radicales o quizá a fórmulas refundadoras como la de ME-O.

¿Cómo podemos estar seguros de que ella ha decidido dejarse conducir por esa izquierda en vez de liderarla hacia la moderación? Esencialmente, por sus propuestas en temas sensibles, que suponen situarse en un lugar del espectro donde ella, a pesar de sus antecedentes políticos, no estuvo ni como candidata ni como presidenta la vez anterior. Menciono algunas: el cambio de la Constitución; la gratuidad de la enseñanza superior en seis años y el fin progresivo del lucro y el financiamiento compartido en la educación escolar; la eliminación del incentivo tributario a la reinversión de utilidades (lo que se conoce en Chile como el FUT), y la oposición al megaproyecto energético HidroAysén. Todo ello acompañado de permanentes guiños a los estudiantes más radicales, llevándolos en la coalición opositora y mostrando comprensión por las tomas de colegios recientes.

Es evidente que Michelle Bachelet no podrá, en caso de ganar, hacer todo esto. Es improbable que lo intente; pero aun así, chocaría con las limitaciones de una oposición de centroderecha con muy fuerte presencia parlamentaria, fruto no sólo del sistema binominal sino también de una sociedad que no está mayoritariamente donde está la izquierda izquierdizada. Esto último parecería un contrasentido si Bachelet ganara las elecciones con ese mandato de cambio. Ocurre que los sectores más izquierdizados se han quedado sin opciones y que los sectores rupturistas que cuestionan el modelo no tienen ya demasiado espacio en vista del posicionamiento de Bachelet. Por tanto ese "mandato", si se da, admitirá una lectura ambivalente. Por eso y por el otro factor, que es la gran incógnita: la abstención.

Medio mundo asume, fuera de Chile, como lo hacen muchos dentro del país, que Bachelet ganará las elecciones de noviembre. Todavía eso no está tan claro. El gobierno tiene hoy un soporte, alrededor de 40 por ciento, que le confiere fuerza y la historia reciente habla de dos grandes bloques políticos que suelen disputar elecciones reñidas. ¿Qué consecuencias tendrá el posicionamiento actual de Bachelet tanto si gana como si pierde las elecciones de noviembre?

Si pierde, las consecuencias para la Concertación serán, previsiblemente, muy severas. El protagonismo de la oposición a un eventual segundo gobierno de la Alianza lo tendrán las fuerzas radicales y la propia Concertación verá surgir traumáticos desencuentros internos. Culparán a Bachelet y al socialismo no sólo de la derrota sino de haber roto un consenso esencial en la clase política, y de haber con ello alentado corrientes que los han desbordado. Si la abstención es alta, el riesgo de que la Concertación sea desbordada por la izquierda será aun mayor.

¿Y si gana? Hay, a primera vista, dos posibilidades. Una: que el evidente cálculo de Bachelet -su capacidad para moderar desde el poder a las fuerzas que hoy hace suyas con propuestas prestadas- sea contradicho por la realidad y el gobierno esté sometido a una presión desestabilizadora por su izquierda. Dos: que, en efecto, ella logre, desde La Moneda, contener esas demandas, dándoles una satisfacción parcial sin alterar lo esencial y ayudando con ello a evitar que siga creciendo la deslegitimación social y política del modelo chileno.

No tenemos como saber cuál de estas dos cosas ocurriría si gana. Pero sí sabemos que Bachelet ha tomado un riesgo muy significativo.

Vuelvo, pues, a la pregunta: ¿hay un nuevo ciclo? No necesariamente. Hay unas nuevas exigencias y demandas sobre el modelo por parte de una sociedad que va siendo económicamente de primer mundo pero siente que su Estado no está a la altura de esa prosperidad. Esas demandas no son muy distintas de las que se dieron en su momento en España, por ejemplo. La solución que dio España fue equivocada: atender las demandas indiscriminadamente de un modo que comprometió el éxito que las había hecho posibles. El resultado es lo que sucede hoy. Chile debe prestar una atención obsesiva a la experiencia española. Si decide optar por una vía "española", es decir la construcción de un Estado del Bienestar desmesurado y la erección de un proteccionismo excesivo, el país entrará, en efecto, en un nuevo ciclo. Si decide resolver su crisis de éxito cerrando la brecha entre economía y expectativas o entre economía y servicios, esto no será un nuevo ciclo: apenas un recodo en el camino hacia el (cercano) desarrollo.

¿Hay algo en el panorama latinoamericano que puede servir de referente a Chile? No mucho. Un fenómeno del que parecen hacerse eco las izquierdas radicales chilenas es el que produjo a Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales, gobernantes que modificaron el modelo político y económico heredado y que fueron impulsados por corrientes rupturistas de la sociedad. Pero en 1998 lo que había en Venezuela no era una crisis de éxito, sino de lo contrario. Lo mismo sucedía en la Bolivia de 2005 y el Ecuador de 2006, vísperas revolucionarias. En Venezuela había hecho crisis una democracia corrompida, sostenida por una economía rentista y mercantilista que permitía poca movilidad social. En Bolivia, el indigenismo, que es una ideología, había calzado con corrientes sociales postergadas, bajo el marco de una gran fragilidad institucional. En Ecuador, había una mezcla de lo que sucedía en Venezuela y lo que sucedía en Bolivia.

El caso chileno no tiene que ver con eso. Más bien, con el cambio de expectativas de una clase media que ha crecido y prosperado. Lo cual -y esto es lo único que el caso chileno tiene en común con Venezuela, Bolivia y Ecuador- ha sido bien instrumentalizado por unas izquierdas ideológicas y radicales cuya agenda es distinta, pero cuya actitud y cuya capacidad organizativa y política le ha permitido situarse en un rol influyente. Tanto así, que nada menos que Michelle Bachelet se ha sentido obligada a asumir sus banderas, o buena parte de ellas. Pero Chile ya vivió la experiencia traumática de la radicalización izquierdista y su correlato, la terrible dictadura militar. Está en otra "era".

Dicho esto, no puede negarse la influencia ideológica del Socialismo del Siglo XXI en la izquierda chilena más desafecta al modelo. La prédica combustible del chavismo, acompañada de su respaldo financiero, ha impactado a todas las izquierdas latinoamericanas. Sea cual sea la relación que la izquierda chilena más radical haya tenido con el chavismo, el revulsivo ideológico que ha supuesto ese fenómeno en la izquierda continental no puede haber dejado indemne a ese sector en Chile. Sabemos, por ejemplo, que ha tenido fuertes vasos comunicantes con el sector más izquierdista del PT brasileño.

Todavía está por verse lo que pasará en Brasil, donde sí hay elementos de clase media insatisfecha con altas expectativas a partir de una nueva y relativa prosperidad. Pero en Brasil la protesta tiene una segunda cara: el relativo fracaso del modelo. Un modelo distinto del chileno: se trata de un sistema altamente intervencionista y dirigista que ha repartido demasiado para tan poco crecimiento sostenido y que está corroído por la corrupción. Estos elementos no se dan en Chile, o al menos, no en un grado que tenga punto de comparación con la experiencia brasileña. Por tanto, Brasil es un referente muy imperfecto para Chile. Una cara de la protesta brasileña es "chilena", pero la otra es de sentido inverso: la gente quiere dejar atrás el modelo más bien tercermundista que convive con los aspectos más modernizantes de Brasil.

Me temo, pues, que los chilenos están, no por primera vez en la historia de América Latina, bastante solos en esto. Les toca, tampoco por primera vez, encontrar la solución en solitario. Luego, el resto de América Latina -o por lo menos, los países que van rumbo al éxito- tendrá que usar a Chile como referente para resolver sus propias crisis de crecimiento, cuando vengan.

Interesante destino el de Chile: quisiera encontrar en sus vecinos las claves de su futuro pero está condenado a ser, él mismo, la clave del futuro de los demás.

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