Esto no es el paraíso




En La La Land, la película que terminó por descompensar de entusiasmo a la Academia, hay por lo menos dos rasgos que impiden decir que sea un simple tributo a la nostalgia o un homenaje sin gran fundamento a la manera en que Hollywood acuñó el imaginario fílmico de su época dorada. Uno de esos rasgos me gusta. El otro, en cambio, me deja frío.

Lo que me compra de la realización de Damien Chazelle es su resuelta confianza en que los géneros fílmicos tradicionales no tienen por qué estar vetados de antemano para dar cuenta de las disociaciones del mundo contemporáneo. Es cierto que estos formatos narrativos se identifican con épocas donde la conciencia de los artistas estaba mucho más unificada que en la actualidad. Por largos años el cine musical, específicamente, fue la expresión más acabada del candor y el optimismo estadounidense y varias de sus manifestaciones -desde Yanqui Dandy hasta Cantando bajo la lluvia- funcionaron no solo como espectáculos gloriosos sino también como escaleras de ascenso al paraíso. Al paraíso de la plenitud, el encanto, la ingenuidad y la celebración incondicional de la vida.

Obviamente el horno actual ya no está para esas fugas y esos bollos. En cosa de muy poco tiempo la modernidad metió la cola y cuando Funny Girl se estrenó el año 68, nada menos que con Barbra Streisand en el rol protagónico, la cinta, que estaba cortada por la misma tijera de los viejos musicales, además de un fracaso fue un bochorno. Sin embargo, un musical casi canónico como West Side Story, estrenado varios años antes, y otro posterior, absolutamente plebeyo como Grease, demostraron que el género perfectamente podía seguir interpelando a audiencias nuevas y bastante más escindidas. Si es por desenlaces desgarradores, por lo demás, también Los paraguas de Cherburgo había planteado que en estos dominios no necesariamente todas las historias de amor tenían que terminar bien.

La La Land recupera esa capacidad de interpelación y lo hace contando una historia de amor que no es ni tan dulce ni tan happy como en las expresiones más ortodoxas del género. La cinta, por mucho que esté llena de referencias a los años dorados de la comedia musical, está hecha desde la modernidad y de algún modo se permite reflexionar sobre los mitos y trampas a que apelaba el viejo cine para hacer disipar las fronteras que separaban el mundo de la fantasía de la cruda realidad. La realización propone un conflicto entre la plenitud de los afectos y la plenitud de los sueños profesionales que es muy de ahora. Y lo hace funcionar con eficacia. Probablemente las cosas nunca son tan excluyentes como La La Land lo plantea y es difícil creer que un personaje como el de Ryan Gosling esté tan embalado como se dice en su utopía de salvar al jazz, pero no hay duda que en la tensión entre sentimientos y metas artísticas o laborales hay algo de verdad.

La parte que me convenció menos de La La Land tiene que ver con la puesta en escena. Esta es una cinta que confía poco en los planos generales y en el esplendor de la continuidad del baile. Esta es una cinta que hace bailar muy poco a la cámara y que abusa del montaje. Lo hace así, claro, probablemente porque Goslin no es Fred Astaire y ella tampoco Eleanor Parker. La musicalidad en realidad está más en los cortes que en las tomas. Y esto, que podría ser un detalle técnico, puede estar indicando que como experiencia musical la realización es más esforzada que buena.

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