Fidel Castro: ¿Luces y sombras?




La muerte d Fidel Castro ya ha sido comentada, tanto desde el punto de vista de la influencia de su liderazgo, como desde el punto de vista de su relevancia política. Del mismo modo, se  ha propuesto mirar el derrotero de la tiranía de Castro a partir de sus "luces y sombras". Esto, pues –se argumenta- sería hijo del siglo XX y del marco de la guerra fría. Bachelet entre otros, lo ha elogiado (una vez más), ignorando con ello el padecimiento de millones de cubanos y de todos quienes, por distintos motivos, han sufrido ya medio siglo en la región el efecto del poder castrista.

Sin embargo, no parece prudente que un presidente se permita elogiar un régimen como el de Fidel Castro, por cuanto dicho elogio atenta contra la esencia de toda democracia. Primero, porque defender públicamente a un tirano responsable de miles de muertes y de liderar un gobierno fundamentado en una ideología totalitarista como es el marxismo, implica transmitir públicamente antivalores democráticos que el mismo Fidel se atrevía a difundir. No olvidemos que en sus discursos ante la OEA, Castro declaraba ante todo el mundo su rechazo  a los sistemas democráticos representativos y a sus instituciones, rechazando con ello los principios transversales inscritos desde  la declaración universal de los derechos humanos, y que occidente ha prometido honrar. Todo gobierno que se constituye para perpetuarse ilegítimamente  a costa de la restricción de la libertad  ciudadana para su beneficio arbitrario, causando opresión en su pueblo, y que no permite el desarrollo de una democracia, debe ser siempre condenable. Esta labor es particularmente exigible a las máximas autoridades de cada país, pues ellas tienen como responsabilidad el cuidado de los Estados Naciones,  y deben velar por fomentar el respeto a los sistemas  democráticos.  Todo gobernante debe procurar la  justicia y el bien a su gente. Todo esto fue despreciado y abolido por Fidel Castro. Por tanto, debe ser reprochado todo intento de empatía con el régimen castrista. En ese marco, los elogios de Bachelet denotan una indolencia tan peligrosa como el famoso anuncio del Muro de Trump.

Del mismo modo, pretender hacer un balance de lo bueno y malo del régimen tirano de Castro  –como lo han hecho algunos analistas- supone asumir que los totalitarismos no son en sí mismos lesivos para las sociedades y para la dignidad de las personas. Por lo mismo, rebaja además a la ciencia política a un reducto de pura opinología, y concede a estos regímenes estudiarlos "caso a caso". Sin embargo, el análisis político no puede restringirse a un comentario sobre hechos que se observan desde una óptica meramente subjetiva o de criterio. Pues, si finalmente resulta estéril establecer un juicio objetivo, sustentado en el reconocimiento de lo que debe ser un bien político y un orden institucional justo, entonces el lugar de los analistas políticos se resume, aunque parezca ilusorio, a  pura opinión. Y la opinión, por sí misma, no es más que un punto de vista. Por lo cual tendríamos que aceptar también que no existe la ciencia política como tal, y sincerarlo. Ahora bien, si dicha objetividad podría tener más bien una validez o vigencia contextual o epocal, y desde allí se justificarían las diferencias o los cambios de criterio, es evidente que Fidel tampoco califica en esa justificación, pues gobernó sin pudor desde ideologías y prácticas anacrónicas que hace ya tiempo occidente condena universalmente.

Si los totalitarismos son regímenes caracterizados por absorber todo el poder institucional en una persona o partido, negando toda posibilidad de antagonismo u oposición política, pero además por controlar biopolíticamente a las personas (creando ritos de culto y adoración al líder, concientización, negación de oposición, restricción de la información, etc.)  es claro que Cuba vive desde hace décadas –por culpa de Fidel Castro- en un totalitarismo. Resulta  imperativo entonces  condenar transversalmente a  su régimen y reprochar a quienes lo elogian. Pues, resulta hasta ridículo tratar de vestir de demócrata a quien siempre despreció la democracia.

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