Identidad y género




¿QUÉ VALOR ha de tener la vivencia personal en la asignación social de la sexualidad? Para muchos, la mera formulación de la pregunta se parece a un insulto: el entorno social no debe tener injerencia alguna en la materia. Así, el proyecto de ley sobre identidad de género debería ser aprobado sin más dilación, pues solo busca la convergencia entre la experiencia individual y la asignación social; y cualquier otra respuesta conlleva un autoritarismo insoportable.

Esta especie de autoevidencia que el discurso dominante se atribuye puede ayudar a explicar la agresividad que está envolviendo este tipo de discusiones. Al interior de esta lógica, cualquier objeción equivale a una falta moral y, por lo mismo, abundan los (des)calificativos allí donde uno quisiera ver argumentos. Sobra decir que este tono de amedrentamiento no es muy compatible con el debate democrático, cuya primera condición (como observaba Camus) es estar dispuestos a aprender del otro, incluso cuando se equivoca.

Ocurre que el problema es más complejo de lo que parece a primera vista. Así como la respuesta que le niega toda importancia a la vivencia individual (con toda la opresión implícita) es absurda; la tesis según la cual la vivencia personal tiene valor absoluto tiene sus propias dificultades. Por de pronto, remite a una antropología cuando menos controvertida, que debería explicitarse como tal. La teoría de género puede tener virtudes, pero es cualquier cosa menos neutral. El supuesto antropológico subyacente es que nuestro cuerpo es completamente accidental en la constitución de nuestro yo. Hay allí un paradójico esfuerzo por desencarnarnos, y convertirnos en una especie de ángeles. Al mismo tiempo, esa antropología ignora la condición limitada de lo humano, pues nuestra autonomía no puede definirse haciendo abstracción de nuestro cuerpo. La pregunta es si una visión de ese tipo nos permite comprender mejor nuestra sexualidad, o si acaso no nos induce a ocultar su naturaleza (al fin y al cabo, la corporeidad funda nuestro deseo).

Tomar conciencia de estas disyuntivas puede ayudarnos a equilibrar un debate un poco maniqueo. La ley no puede ser ciega frente al cuerpo, porque éste no es tan irrelevante como algunos pretenden. Esto no implica desconocer que hay dificultades objetivas que atender, pero la pregunta de fondo merece una reflexión seria. Por ejemplo, en el caso de los niños y adolescentes no parece razonable un trámite muy rápido (y menos intervenciones quirúrgicas u hormonales), pues en esa etapa las dudas sobre la propia identidad suelen ser solo eso. En ese sentido, la intervención del senador Allamand fue muy atinada: el consentimiento de un menor de edad no puede tener esas consecuencias (y, de hecho, somos muy estrictos en asuntos mucho menores). En rigor, aunque el consentimiento individual es relevante, no es el único factor a considerar. Olvidar este hecho tan simple deja a todos los partidarios del actual proyecto de ley en una posición idéntica a la libertaria. ¿Estarán dispuestos a hacerse cargo de las consecuencias de esa premisa, o seguirán refugiándose en aquello que Orwell llamaba el pensamiento doble?

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