El jueves pasado se presentaron más de 600 indicaciones al emblemático proyecto de ley de educación superior. Esto solo refleja la dura y entrampada tramitación que ha tenido la iniciativa, la que acaba de ser declarada única prioridad legislativa en el primer comité político del año. Si bien se requiere tiempo para analizar los alcances del proyecto tras los cambios que propuso el gobierno, un análisis inicial permite dar cuenta que se trata de una iniciativa diferente a la presentada en un principio por La Moneda, cuestión que demuestra que el Mineduc entendió parte de las innumerables e incesantes críticas.

En pocas palabras, las indicaciones del Ejecutivo parecen mostrar la intención de lograr ciertos consensos en áreas específicas. Aunque se sigue estableciendo un excesivo control estatal de la educación superior, permanecen varias limitaciones a la diversidad de proyectos, y lo que es más grave, se insiste en la cobertura universal de la gratuidad; se crean espacios interesantes de debate. Si estos son aprovechados por el Senado, es posible que tengamos un proyecto menos perjudicial que todo lo que el gobierno ha sugerido anteriormente. Obviamente, el diablo está en los detalles, y esa discusión pendiente se torna cada vez más relevante.

Para valorar este cambio, es necesario mirar la discusión y tramitación de la iniciativa, incluso antes de la gratuidad. El gobierno pensó, entre otras cosas, en forzar a las universidades a tener un gobierno "triestamental" en el cual alumnos, funcionarios y académicos se repartieran el poder en partes iguales. Se le daba a la superintendencia la atribución de vigilar la "viabilidad académica" de las instituciones: un burócrata decidiría si acaso es académicamente viable una carrera de antropología, o no. Se buscó reemplazar la Comisión Nacional de Acreditación por un control centralizado del aseguramiento de la calidad, que no incluiría la autoevaluación de las propias instituciones, despreciando la experiencia acumulada y contra toda evidencia nacional e internacional. Por suerte, todas estas propuestas quedaron atrás: después de dos años de fiebre, parece que los paños fríos (y la derrota electoral) están haciendo efecto.

A pesar de lo anterior, hay ciertas ideas que se niegan a morir, y bien podrían causar el estancamiento de nuestro sistema de educación superior. En primer lugar, la fijación centralizada de aranceles, determinada más o menos arbitrariamente por la autoridad política, someterá a las instituciones adheridas a la gratuidad a una dependencia total del fisco, más aún cuando se insiste en fijar precios para estudiantes no gratuitos. Permitir que el Estado sea el único financista de la universidad es entrar en un camino de servidumbre del cual es casi imposible salir. En segundo lugar, el proyecto sigue entendiendo a la educación superior como un commodity, estandarizado y fácilmente reproducible, cuando sabemos que cada institución tiene un proyecto único y que la diversidad es parte de la riqueza de nuestro sistema.

Es fundamental entonces, y a eso debe apuntar el resto de la tramitación: evitar en todo lo posible la fijación de aranceles, acotar el beneficio de la gratuidad para el 60% más vulnerable y evitar el control centralizado del sistema de admisión. Para ello, se necesitan más de tres semanas.