La abdicación




No se entiende lo que acaba de ocurrir en España si no se tiene una idea muy clara de la monarquía constitucional como una institución que reposa sobre el consentimiento popular. Este soporte ya era importante en tiempos absolutistas; lo es mucho más en tiempos democráticos. Incluso cuando la democracia liberal era mucho más parecida a una dictadura que a un conjunto de instituciones que limitaban el poder, ese consentimiento era determinante. El libro de Lytton Strachey sobre la reina Victoria, por ejemplo, ofrece una rica gama de ejemplos de cómo el repudio -o el temor a un eventual repudio- popular guió la acción de la monarca y su entorno en múltiples ocasiones.

Pues bien: luego de un largo período en que la Corona encarnada en Juan Carlos era intocable -porque tocarla era arriesgarse a que el delicado armazón constitucional erigido tras la muerte de Franco se viniera abajo-, los españoles pasaron a reprocharle todo y cuestionar su permanencia. Ello, en un contexto de tendencias disgregadoras: la potenciación del nacionalismo en diversas regiones; el repudio al dominio bipartidista; la impugnación de la gran empresa y las grandes finanzas; el protagonismo de la calle como espacio político y, en general, ese aire anárquico que se respira en las grandes ciudades españolas. Aunque en un primer momento la figura de Juan Carlos representaba un contrapeso a todo esto porque la sociedad veía en él a un factor aglutinante, pacificador del espíritu insurgente y legítimo, con los días se produjo una mudanza de percepción y sentimiento.

El espíritu republicano que siempre anidó en los españoles (se decía que España era más juancarlista que monárquica), fue renunciando a la tolerancia para con los elementos de privilegio, elitismo y herencia que, inevitablemente, forman parte de una monarquía aun si está sometida a la legalidad liberal. Se dice mucho que la conducta del rey y su familia es responsable de esto, en referencia al escándalo del yerno, Iñaki Urdangarin, acusado de desviar fondos de administraciones públicas en beneficio propio y evasión fiscal, las infidelidades matrimoniales o ciertas apariciones públicas de tipo frívolo en plena crisis económica, por ejemplo cazando elefantes en Africa. Creo, sin embargo, que en otros tiempos nada de esto habría tenido las mismas consecuencias. Es porque se había producido una revolución en el sentimiento y la percepción con respecto de las instituciones en general y a la monarquía en particular que estos episodios erosionaron la aceptación popular de Juan Carlos y su familia.

Las cifras marcaban desde hace un tiempo una tendencia peligrosa. En meses recientes se había cruzado algo así como un Rubicón psicológico con la constatación de que los partidarios de la monarquía ya no superaban el 50% y de que, entre los votantes de uno de los dos grandes partidos, el PSOE, ya era mayoritaria la preferencia por instalar una república. Entre los jóvenes, el 78% expresaba su disconformidad con la continuidad de la corona. Solo seis y algo por ciento de los españoles consideraban "muy bueno" el reinado de Juan Carlos y 35%, "bueno".

Estas verdades traumáticas no podían dejar de ser tomadas en cuenta, pues las tendencias generales de la sociedad apuntaban a un empeoramiento. Un elemento que ha sido decisivo para precipitar la fecha del anuncio de la abdicación ha sido el resultado de las elecciones al Parlamento europeo, en las que por primera vez los dos grandes partidos no han sumado el 50% de los sufragios. A lo que se añade el surgimiento de fuerzas nuevas, como Podemos, situadas en una izquierda mucho más belicosa contra las instituciones imperantes. Era evidente también en las estadísticas que los propios conservadores y partidarios de la monarquía veían en la abdicación una salida inevitable para salvar a la institución. Un 62% del país, que incluye a muchos conservadores, apostaban por la renuncia.

En medio de todo, había una lucecita de esperanza: el príncipe Felipe. Junto a su madre, Sofía, es el mejor valorado de la familia: un 66% expresa una opinión favorable de él, lo que quiere decir que ha preservado un espacio de invulnerabilidad mientras la reputación del padre y de una de sus hermanas sufría una seria mella. No es difícil imaginar al gobierno de Mariano Rajoy pensando intensamente en la posibilidad de la abdicación, una decisión que es personal del rey, pero a la que no es ajena el poder político, en vista del artículo 64 de la Constitución. Según él, los actos del rey "serán refrendados por el presidente del gobierno" y los ministros competentes, y quienes los refrenden serán "responsables" de ellos.

Para Juan Carlos, tiene que haber sido muy doloroso, pero también -y de esas contradicciones está llena la vida pública- un alivio. Había dicho en el pasado reciente que no renunciaría. Era evidente, después de un reinado plagado de éxitos que solo se había afeado hacía poco, que el rey abrigaba la esperanza de un cambio de fortuna. Al menos para irse por todo lo alto. Pero en última instancia los hechos obligaban a tomar una decisión. De allí que el rey empezara a evaluar lo impensable. Da una idea de las horas bajas que han precipitado esta decisión y de lo consciente que son los diversos actores de este drama sobre la ruptura emocional entre la corona y el pueblo que no se haya invitado a ningún dignatario extranjero a la ceremonia sucesoria.

Ni siquiera se va a celebrar una misa: así de sensibles son los poderes públicos a la secularización española no ya en materia religiosa sino en todo. La desacralización de la corona no empezó ayer: en cierta forma su carácter constitucional y subordinado al gobierno democrático representa eso mismo. Pero mantenía una cierta sacralidad a pesar de todo. Ahora tan seguros están de que la ha perdido, que ya se ha informado a la sociedad hostil que los reyes Juan Carlos y Sofía no recibirán ningún título. El gobierno ha quedado en estudiar el futuro tratamiento y el grado de protección jurídica de que gozarán.

No está de más recordar ciertas cosas para evitar males mayores en el futuro. La corona española ha sido un factor clave en la transición a la democracia liberal -que duró décadas, no meses, como se pretende- y en la estabilidad, o sea la convivencia pacífica. La transformación del rey fue clave en este proceso: en 1947, Franco, una vez que se arroga el poder de decidir quién será su sucesor, obliga a Juan de Borbón a enviar a su hijo, Juan Carlos, a España para ser educado por la dictadura, algo que equivalía a un chantaje porque, ante una negativa, el generalísimo podía frustrarle la condición de sucesor. Al final se la frustró, nombrando sucesor en 1969 a Juan Carlos y al que forzó a jurar "fidelidad a los principios del Movimiento Nacional". Ese mismo Juan Carlos, que asumió el trono en 1975 a la muerte de Franco, acabó siendo el sepulturero de la dictadura. Presidió, como Jefe de Estado, una transición democrática que empezó con la legalización del Partido Comunista y se extendió haciendo de España un país libre, moderno e integrado en Europa.

Muchos actores fueron determinantes, empezando por el rey. Su papel para frustrar el golpe militar de 1981 y dar el puntillazo a las corrientes antidemocráticas es conocido. Su rol integrador para que la fórmula de convivencia, descentralización y autonomía entre las regiones funcionara no fue menos decisivo. De no haber mediado alguien como él, el ovillo de esa transición se pudo haber desmadejado. Si los españoles hoy se sienten tan seguros de sus instituciones democráticas, su convivencia pacífica y su nivel europeo de vida -a pesar de la gran recesión-, que pueden cuestionarlo todo, incluso la monarquía, es, vaya ironía, porque gente como Juan Carlos ayudó a hacer eso mismo posible.

Con su reinado, Juan Carlos prolongó la mejor tradición de la etapa moderna de los borbones. Durante las guerras que partieron a España durante el siglo XIX, la rama de la que desciende directamente Juan Carlos es la que encarnó el liberalismo contra el autoritarismo oscurantista de los carlistas. Y su padre, Juan, se enfrentó a la dictadura de Franco desde los años 40. Es cierto que el abuelo de Juan Carlos, Alfonso XIII, apoyó a la dictadura de Primo de Rivera y luego, con la esperanza de recuperar la corona que le había obligado a abandonar la II República, a Franco. Pero Juan Borbón recuperó la mejor tradición de la familia y a esa pertenece -así lo avala su conducta desde 1975- Juan Carlos.

Por ende, también pertenece a ella Felipe, muy pronto Felipe VI, casado con una ex periodista de clase media, formado en ambientes académicos  de gente "normal", con un amplio conocimiento de los resortes que mueven la vida moderna y liberal. Es pronto para saber si logrará rescatar a la monarquía o será el último monarca de España. Pero de una cosa no cabe duda: si alguien puede lograrlo es él precisamente porque su formación y su experiencia lo alejan mucho de aquellos factores que más se repudia hoy en la monarquía. Las fuerzas anárquicas, centrífugas, sediciosas que hoy cobran tanta fuerza y nitidez en España pueden resultar demasiado indetenibles incluso para él. Pero es una buena cosa que sea Felipe quien vaya a intentar poner las cosas en su sitio. Al menos para prolongar la vida de la institución hasta que esté garantizado que un régimen republicano pueda preservar, en esta España crispada y enconada, la convivencia pacífica, la democracia liberal, la globalización y la estabilidad, y que no acabe todo en un caos extremista.

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