La amenaza del mínimo desgarro




La idea política más ingeniosa del último cuarto de siglo fue la invención de la Nueva Mayoría. No fue una operación muy elaborada, no estuvo sometida a una discusión especiosa, no se debatió su nombre en ningún brainstorming ni se desarrolló tras grandes consultas partidarias. Como la mayoría de las buenas ideas, tuvo la virtud de la simpleza: fue sólo una frase repetida en los primeros discursos de Michelle Bachelet como precandidata.

Bachelet percibió que, aunque modesta, la sumatoria de alrededor de un 7% del electorado con el PC, el MAS y la Izquierda Ciudadana, además de la integración en el Congreso y en el gobierno de quienes habían liderado las movilizaciones del 2011, produciría una ampliación transformadora de la exhausta Concertación. Un análisis cuidadoso de las elecciones municipales del 2012 ofrecía un anticipo de los beneficios que ello podría atraer.

La idea concluyó con un exitoso resultado del nuevo conglomerado en las parlamentarias (no tanto en la primera vuelta presidencial: algo que se debe recordar) y luego se expresó en la configuración del gobierno, donde el criterio dominante parece haber sido la inclusión más que el equilibrio. Hubo más operaciones en paralelo -recambio generacional, retiro de los "viejos tercios", ocupación de las primeras líneas por tecnócratas jóvenes, en fin-, pero ninguna de ellas habría tenido viabilidad sin la primera.

Parece imposible que semejante despliegue de una ocurrencia tan sencilla se hubiese podido realizar sin la popularidad de Bachelet, que sometió a los partidos y sus facciones a una obediencia inédita. Ella fue el centro y el paraguas de una voluntad de cambio genérica, pero no idéntica, que contenía y contiene una enormidad de diferencias en su interior. Del diagnóstico compartido no se seguía una única terapia. Del ánimo reformador no se desprendía un solo programa posible, ni del programa una sola lista de medidas, ni de éstas una estrategia obligada. Pero algunos de los funcionarios responsables de las reformas han venido actuando como si existiera tal encadenamiento irreversible, y con ello han producido los primeros rasguños a la coalición.

Y bien, ¿tiene esto alguna importancia?

Por actuar de una manera similar, algunos dirigentes del primer gobierno de Bachelet produjeron algunos de los principales problemas de aquel cuatrienio, el mayor de los cuales fue el Transantiago. Esto ha sido esgrimido como una especie de amenaza técnica en contra de los proyectos de reformas actuales. Pero en realidad, descontados los trágicos impactos sociales de aquellos incidentes, el efecto principal fue político: el último gobierno de la Concertación, que había asumido por primera vez con una mayoría parlamentaria, la perdió a poco de cumplir un año.

Ese desastre mostró cómo ocurren de verdad las pérdidas de una coalición: no por la emigración de uno o más partidos -como suele soñar la derecha-, sino por sus desgarros internos. La DC se fracturó con el Transantiago tal como el PS perdió fragmentos por su conducción disciplinaria. De nada sirvió esgrimir la lealtad hacia el programa o hacia el gobierno. El gobierno perdió las municipales del 2008, terminó con minoría en el Congreso y entregó el bastón a la oposición. Como ha dicho la Presidenta, la Concertación se derrotó a sí misma, aunque sería aún más exacto decir que la derrotó el oficialismo, esto es, la suma de la coalición más el gobierno.

La diferencia es bastante más dramática ahora. El liderazgo de la Presidenta no está ni remotamente en discusión y no existe fuerza alguna en sus partidos aliados que se pueda oponer a él. En contrapartida, la Jefa de Estado depende mucho más que antes de la conservación de las mayorías que tiene en el Congreso. Cualquier mínimo desgarro significaría el fracaso del proyecto reformista y, en consecuencia, del propio gobierno. La conciencia de esta amenaza puede ser una de las razones de la extremada prisa y la aguda presión que La Moneda está poniendo a la tramitación de sus ideas en el Congreso. El mensaje presidencial del 21 de mayo agregó vapor a esa presión mediante la apelación de la Presidenta a la confianza personal en sus intenciones.

Esa confianza es más fuerte hoy que en el cuatrienio anterior, pero sería iluso confundir la inmunidad de tres meses con un blindaje permanente. La principal amenaza del gobierno en el horizonte mediano no son las movilizaciones sociales ni el activismo maximalista, sino la crisis política.R

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