La aventura




Un mercado al aire libre en Iquitos. Dos chilenos dan vueltas. Están filmando un programa de viajes. Es otro día más en su trabajo, que consiste en recorrer el mundo y perderse en locaciones extrañas. Iquitos es perfecto para eso: un universo construido sobre palafitos, la arquitectura de la pobreza en su confuso esplendor. Un esplendor que en ese lugar brilla en su peor magnitud pues el lugar está lleno de vendedores de especies exóticas. Todas son ilegales, han sido arrancadas de la selva, se las trafica sin regulación alguna. La cámara capta el sonido de la multitud, el bullicio de los graznidos y gritos de las aves, reptiles y simios en jaulas en las que apenas caben, raquíticos, esperando compradores que se los lleven como mascotas. Entonces a los chilenos, de la nada, se les ocurre rescatar un mono. Deciden robárselo para salvarlo y llevarlo a una isla donde se lo va a cuidar; para eso hacen arreglos, se preparan. La cámara sigue a uno, que hace una transa, engaña al vendedor y sale corriendo por las calles estrechas con él en las manos. No alcanzan a pillarlo. El mono es pequeñísimo y se aferra a él de modo instintivo; está desnutrido y tiene la boca rota por morder los alambres de la jaula donde estaba.

Esta es una escena de Crónicas de un Bicitante, un show que muestra lo mejor de los programas que Luis Andaur realiza hace años. Mega da el show el sábado por la tarde. El diseño del programa, ya lo sabemos, es simple: Andaur y su amigo/camarógrafo Chaz Thompson salen al mundo en bicicleta. Recorren América Latina, recorren Asia, remontan ríos, visitan templos, Chaz se tatúa el cuello, de vez en cuando los pillan tormentas tropicales, comen lo que sea, se pierden en selvas lejanas. Ahí, Andaur se lanza a volar al lado de un volcán en plena explosión, o juega con reptiles gigantes o ambos se meten a un río y graban a centímetros del abismo de una catarata. Hay más, mucho más, pues Andaur lleva años en esto, presentando un mundo que es cada vez es más ancho y más extraño, luciendo idéntico siempre mientras sonríe ante cualquier idea imposible en parajes cada vez más distantes, volviendo cada viaje una aventura más extrema.

Vale la pena verlo, pues lo más interesante del programa es su irresponsabilidad. Andaur disfruta con existir al límite. Ese límite tiene que ver con el paisaje (cada vez más exótico), con sus actos (muchas veces irresponsables con sí mismo), con el público (que accede a imágenes que no vería de otra forma). Así, el show ofrece una experiencia inusual, una tensión inusitada que se transmite porque justamente no es posible discernir el destino de los trayectos que Andaur y Chaz remontan, qué buscan a lo largo del mundo. Ambos son latinoamericanos perdidos en continentes extraños, astronautas vagando por lugares imposibles, los últimos testigos de culturas a punto de desaparecer.

Ver el programa, de este modo, es un ejercicio muchas veces tenso. En un mundo en que todo parece determinado por un turismo tan global como regulado, los viajes de Andaur poseen la emoción de un vértigo adolescente que borra cualquier postal domesticada. La incertidumbre ahí se traduce en acción pura, en el acto de pedalear hacia adelante, sin importar qué diablos puede pasar o cómo puede terminar todo. En ese sentido, lo que hace Andaur es engañoso. Parece turismo aventura pero en realidad es una forma de autoconocimiento, un modo de buscar en el viaje algo que no se tiene muy claro qué es pero que corresponde a una conmoción profunda e íntima. Al final, la aventura es una conquista del propio yo, una odisea que se cuela en la imagen sonriente que Andaur esboza siempre ante el peligro, que puede implicar hundirse en arena movediza en algún pantano lejano o darle un beso a la cabeza de una cobra asesina que segundos antes, en un mundo hecho de calor y miedo, ha tratado de morderlo con su veneno.

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