La columnista que perdió los dientes




Hubo un tiempo, alrededor de diez años atrás, en que uno leía con frecuencia compilaciones de columnas de los mejores exponentes del género, tanto así que la gente empezó a sospechar con razón que, en vez de poetas, Chile era un país de columnistas. El asunto agarró un vuelo inesperado hasta llegar a nuestros días, donde los ágrafos con ínfulas, los lateros sentenciosos y los lobbistas camuflados de la plaza, se valen de la columna periodística para expresar lo que se les cruce por la mente. Ya sea que escriban del acontecer político, de la Santísima Trinidad o del mercado a futuro del cobre, hay un rasgo común que identifica a los neocolumnistas del aburrimiento: la más absoluta falta de humor. Despojado así el género de uno de sus atributos esenciales, corrompido, solemnizado al máximo, al lector no le quedó otra salida que la resignación. Afortunadamente acaba de ser publicado Leo y olvido, de la periodista y editora Andrea Palet, un libro que nos recuerda que hubo un tiempo, no hace mucho, en que Chile efectivamente fue un país de columnistas, de grandes columnistas.

Las piezas aquí reunidas aparecieron en diversos medios de prensa a lo largo de 15 años. Vistas en conjunto, las 39 columnas de Palet le permiten al que lee delinear su personalidad, o una versión bastante sólida de ésta, algo que por supuesto es crucial, dado que el género, para alcanzar el debido esplendor, requiere de la cualidad de lo confesional y de lo intimista. Partiendo por el título (Leo libros y los olvido con tanta rapidez que ya me da miedo), la autora presenta su humanidad con humor y naturalidad, valiéndose muchas veces de la burla a sí misma, muy consciente de que incluso peor que el ágrafo, el latero o el lobbista, es aquel que termina convertido en héroe de su propio escrito. "Dicen que todo el mundo sueña alguna vez que se le caen los dientes", así comienza Buena presencia. Dos párrafos más adelante, la escritora advierte que a ella jamás le ha ocurrido eso: "Yo perdí los dientes. De día, despierta, y por mi culpa".

Las pequeñas manías, ciertos gustos singulares ("Si hubiese un diario con sólo cartas al director y nada más que cartas al director, yo lo compraría. Feliz lo compraría"), la capacidad de disfrutar del aburrimiento o de una pena repentina, la debilidad por los nombres que parecen seudónimos, una infancia sin acceso a la televisión, la fascinación por las viejitas y los viejitos ("Una persona que fue importante para mí me enseñó que los viejos son lindos. Con esa palabra, no otra"), un círculo de amistades sofisticadas, el respeto por las palabras interesantes, los giros pendulares entre las condiciones de madre e hija, la divagación que arriba a puerto, la observación sutil, la conclusión inteligente, la impredecibilidad, son rasgos que también contribuyen a la contundencia y encanto de un libro que, además de estar impecablemente escrito, traslada al lector de un lugar a otro, o de un estado al otro, con una rapidez sorprendente.

Sin jamás dejar de ser femenina, Palet no cae en la trampa del feminismo. Me explico: en muchos casos el periodismo les ha tendido a las columnistas una mano algo truculenta y bastante embustera, que, lejos de liberarlas de ataduras históricas o de legítimos traumas, las subyuga y las restringe a los temas de género, sin permitirles vuelo propio ni mirada imaginativa. Palet, por el contrario, demuestra que es una observadora civil, culta, original, libre y graciosa, atributos que ciertamente ya no son parte de nuestro pan diario.

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