La esperanza




Tuve una amiga que se llamaba Esperanza. Y como si fuera una paradoja, Esperanza había perdido la esperanza. No sé dónde andará ahora. Se fue de Chile hace unos años, hastiada y confundida. No he vuelto a saber de ella, pero siempre que descubro que la esperanza ronda alrededor de un hombre, de una mujer o de un grupo, me acuerdo de ella, de su pelo negro, de sus ojos verdes, de la tristeza que le desfiguraba la boca.

Estuve en Valparaíso el fin de semana. Caminando por sus cerros -a propósito, hay uno que se llama Esperanza-, haciendo algunas fotos. Me aventuré hasta la zona sur del Puerto y subí a Playa Ancha -a la República Independiente de Plaza Ancha, debería decir-, donde está el estadio Elías Figueroa. Me llamó la atención el contingente policial que cerca del mediodía del sábado se congregó cerca de la puerta principal, como si fuera la hinchada de uno de los equipos que jugaría horas más tarde.

-Creen que es una guerra- me soltó un periodista local que acababa de trasponer uno de los controles de seguridad. Contrastaba con ese ambiente bélico los pocos hinchas que bajaban desde los cerros para ver al club de sus amores.

Esa mañana, y parte del día anterior, fui testigo de cómo los porteños habían vivido la víspera del duelo con Colo Colo. Una ansiedad tan provinciana como encantadora, que se evidenciaba en las banderas que flameaban por las ventanas de los autos, en las camisetas que porteños y porteñas lucían orgullosos, en esa fantasía que tenía de verde el mañana, lo que estaba por venir. Invariablemente, lo que se advertía no era el deseo arrebatado ni la pasión ciega y desbordada. Lo que gobernaba a los porteños era precisamente la esperanza en su estado más puro, en su forma más viva. 

No es un sentimiento nuevo para los que viven alrededor del puerto. Me atrevería a decir que Valparaíso ha vivido en estos últimos años -en estos últimos y largos años- con la esperanza a flor de labios; la esperanza que no es necesariamente un descontento radical con lo que a uno le ha tocado en vida, sino más bien el anhelo de algo mejor.

Vi los últimos minutos del partido contra Colo Colo con el recuerdo de esa pareja de ancianos que descendía a paso lento, creyendo oír el eco de esa certeza pronunciada con tanta nobleza: "¡Cómo no vamos a ganar!". E imaginé a la pareja de ancianos que dormían abrazados la noche anterior soñando con esa victoria y, si el Dios de los sueños lo consentía, con el título de campeón. Porque cuando aún se oyen las celebraciones del campeonato azul, algunos se olvidan de lo cerca que estuvo Wanderers de conseguir una nueva estrella. El último partido con los albos dio buena cuenta de lo que eran capaces de hacer, y confirmó que por méritos ni albos ni azules les sacaban ventaja.

Lejos del lamento y la rabia, los porteños despertaron felices. No fueron campeones, pero terminaron con la frente en alto y, quizá lo más importante, con la esperanza viva, la misma que un día se le extravió a la bella Esperanza, recordada y querida.

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