La Haya y la Nación




Chile perdió la semana pasada parte de su territorio, pero al mismo tiempo dio prueba de una pérdida aún más grave.

No me referiré al mérito del fallo, calificado por las autoridades como arbitrario, opinión que comparto. Tampoco abordaré la ampliamente criticada política fenicia de relaciones exteriores, ni evaluar la estrategia jurídica de justificación de la extensión del paralelo hasta las 200 millas, ni la necesaria reflexión acerca del cuestionable proceder de esa jurisdicción.

Todo eso es relevante, pero hay algo más. La amplia indiferencia de la ciudadanía frente a una pérdida punzante de parte de aquello que conformaba nuestro país. Es sintomático que a un día del fallo la noticia principal en la prensa haya sido un puma sorprendido en la cocina de una casa. Desconcertante. Sin duda se podría pensar que ello se debe a una estrategia comunicacional para aminorar el impacto, pero creo que ninguna estrategia es suficiente para ocultar la gravedad del cercenamiento arbitrario de una parte del territorio.

El problema es otro y se vincula a la progresiva dilución de la cohesión social, de la reunión en torno aquello que constituye la nacionalidad. Pareciera que los chilenos perciben esta pérdida como ajena ("sólo afecta a las grandes pesqueras", se ha repetido por estos días), o tienden a menospreciarla por su escasa utilidad económica (en ese mar "hay pocos peces"), sin apreciar el alcance de desprenderse de los derechos de exploración sobre una extensión enorme y cuyas enigmáticas riquezas naturales aún desconocemos. Y esa percepción no es sólo de la ciudadanía. Salvo destacadas reflexiones, pocos expertos nacionales han puesto acento en la fractura brutal que significó a la integridad del territorio, en un concierto de opiniones que incluso han visto como beneficiosa y justa esta decisión.

Es lamentable que la mención de "patria" o "nación" haya pasado en este país de ser una motivación que engrandece a una sospecha de chauvinismo. Las explicaciones pueden ser muchas. Más que personas unidas por un territorio, un pasado y un destino común, los chilenos parecen hoy grupos dispersos que reivindican derechos -por cierto loables- para su grupo de interés. Las causas públicas son hoy causas de grupos. Abundan los ambientalistas, animalistas, feministas, defensores de los consumidores, "ciclistas furiosos", defensores de la diversidad sexual, etcétera.

A su vez, las explicaciones de esta desintegración son también variadas. La destrucción de la educación pública (ese espacio donde todos se deben encontrar); el afán desenfrenado e indolente de ganancias, que conduce a los ciudadanos a vivir en constate defensa de sus pocos derechos (a comer, educarse y tener salud sin endeudarse con intereses usureros; a no vivir entre usinas; a impedir la destrucción de las ciudades; a oponerse a la privatización del patrimonio cultural, etcétera); los prejuicios ideológicos de una minoría que veta los cambios, y que obliga a agruparse para reivindicar algo que la mayoría estima de lo más razonable y justo (matrimonio igualitario, una Constitución democrática, derechos reproductivos, etc.); la cruel exclusión del pueblo mapuche, entre otras causas.

Esta semana hemos perdido una parte de Chile y no estamos protestando en la calle. Eso es lo más doloroso.

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