La izquierda leve




AUNQUE ESTA semana Alejandro Guillier intentó ponerle algo de ritmo a su campaña, es difícil negar que ésta enfrenta dificultades que guardan relación tanto con su persona como con la coalición que lo respalda. Si cada día surgen nuevas versiones sobre un supuesto plan B, es porque se ve un candidato frágil y desorientado, sin las condiciones mínimas para salir indemne de este trance.

En lo personal, la primera dificultad de Guillier es su incapacidad para transmitir nada sustantivo del proyecto que busca encarnar. Si uno pregunta para qué quiere ser presidente, la verdad es que no encuentra mucha respuesta. La construcción de su personaje ha sido cuando menos difusa, y su carisma personal no alcanza a llenar tantos vacíos. Hasta ahora, el gran eje de su discurso ha sido su carácter ciudadano (sic): él sería puro y diáfano, al lado de políticos viejos y contaminados. La chicha no tiene nada de novedosa y, después de todo, Michelle Bachelet nos ha contado esta historia no una, sino dos veces. A estas alturas, el recurso resulta exasperante por la liviandad intelectual involucrada. En efecto, ¿qué gobernabilidad real puede ofrecer un candidato que se jacta de despreciar la política? Es imposible liderar un país como el nuestro sin mediación política, y quien sugiera lo contrario es o bien incompetente o bien deshonesto. En rigor, cada vez que Guillier marca distancia con los partidos, nos recuerda cuánta falta le hacen a Chile políticos sin complejo de serlo.

En cualquier caso, esto conecta con los problemas estructurales de su coalición. Resulta sorprendente recordar que la última vez que la izquierda levantó un candidato de sus filas capaz de asumir su vocación política fue en 1999, con Ricardo Lagos. Después de eso, el sector ha buscado infructuosamente un talismán que lo conecte con la ciudadanía, socavando hasta el último atisbo de su propia legitimidad. Esto explica, al menos en parte, que la coalición oficialista salga tan fracturada del gobierno. Con todo, la carencia de análisis crítico al respecto no deja de llamar la atención. La izquierda quiere continuar gobernando como si nada, sin haber intentado una mínima reflexión para explicar lo que pasó, ni sobre el legado de Michelle Bachelet. Para peor, eligió precisamente al candidato que garantiza que ese trabajo no se realizará, por tratarse de una tarea eminentemente política. La izquierda oficialista también se quedó sin ideas.

Jorge Navarrete solía decir, por allá por el 2009, que en las derrotas el cómo es tanto o más importante que el resultado mismo. En esa época, la Concertación no lo escuchó y prefirió realizar una campaña memorable por sus chambonadas. Hoy por hoy, el desafío de la izquierda no es muy distinto. ¿Una derrota de Guillier la dejará en algún sentido fortalecida, o al menos preparada, para lo que viene? ¿Quedará algún liderazgo consolidado, algún eje programático instalado? ¿Sentará esta campaña las bases para poder reconstruir al sector y proyectarlo hacia el futuro? Si persiste la miopía política de negarse a formular siquiera estas preguntas, puede pensarse que la derecha tendrá (de nuevo) una oportunidad histórica en los próximos años. La pregunta es, desde luego, si esta vez hará algo más que desperdiciarla.

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