La luz de Hernán Ronsino




El narrador de Lumbre (Eterna Cadencia, 2013), la magnífica tercera novela de Hernán Ronsino, deja la capital por unos días y vuelve a su pueblo, Chivilcoy, en la pampa argentina. Ha muerto un amigo, Pajarito Lernú, y le ha dejado una vaca. Se trata de un inicio pintoresco, tragicómico. ¿Qué hará Federico Souza con la vaca? Pregunta inquietante, aunque sabemos desde el principio -desde los epígrafes, desde el tono mismo de la escritura-, que en responderla no radica el principal interés de Ronsino. El narrador va en busca de la vaca, y de pronto, le asalta un mundo que creyó haber dejado atrás: "Cada pedazo de pared de esta ciudad lleva, como una piel, las huellas de mi historia".

Lumbre narra la forma en que se construyen las historias individuales y la gran historia colectiva. Es una novela ambiciosa, que deja atrás el pequeño universo de Glaxo, la novela anterior de Ronsino (una novela menor, con sabor a poco a pesar del juego con las múltiples perspectivas y la adscripción a ese gran libro de Rodolfo Walsh que es Operación Masacre), para adquirir, en su misma forma digresiva, ramificada, el fondo mismo del relato. Souza encuentra rostros de su pasado, y le cuesta reconocerlos: "el follaje avanza, espeso, cuando hay descuido y, entonces, impide que coincidan, como en este caso, el nombre de Sebastián Prado y su cara -esa cara- diluida en la niebla del pasado. El follaje teje velos. Y se devora, sin tregua, la senda hecha a fuerza de insistencia".

Somos esos recuerdos difuminados, esos falsos reconocimientos, esas invenciones de fábula a partir de la trama precaria de la memoria. No sólo el recuerdo es mentiroso; también la escritura de ese recuerdo deforma.

En su mirada sobre la ciudad, Ronsino recuerda a Juan Cárdenas, ese gran narrador colombiano de la descomposición de nuestras ciudades, del fracaso del proyecto modernizador. Como en Los estratos, la maravillosa novela de Cárdenas, el narrador de Lumbre ve, al caminar por un barrio, cómo éste "se va cubriendo de capas que se montan unas sobre otras, componiendo suelos, planos sedimentados que ocultan el tiempo, las horas viejas". Estaciones de tren, "edificios amputados", casas "avejentadas", "el chasis quemado de un micro": todo es erosión, decadencia. Y así, mientras camina por Chivilcoy, Federico Souza va imbricando su historia personal a la de la ciudad-pueblo. La novela se abre a los ruidos de la política -en las batallas decimonónicas entre unitarios y federales que todavía marcan el lugar, en la presencia inevitable de Sarmiento- y a los de la cultura -en el paso de Cortázar por el pueblo, en la muerte de un poeta modernista-. Todo se mezcla, y ya no se sabe a qué Borges recuerda un letrero con el que se topa Souza (¿al coronel?, ¿al escritor?). De manera paradigmática, cuando Pajarito trabajaba en el museo -cuenta el padre del narrador-, había cambiado el orden de las tarjetas de unos carruajes: la historia es un equívoco. La novela es el relato de cómo se construye ese equívoco.

La paradoja de Ronsino consiste en su capacidad para hablar de manera tan luminosa de las oscuridades de toda historia. No es casual el título, ni tampoco el despliegue abundante de imágenes y metáforas en torno a la luz, el vuelo poético del lenguaje. Federico recuerda que Pajarito quería escribir una teoría sobre la luz y las cosas: "Quería desmenuzar los cambios de luz. La manera en que la luz iba definiendo un lugar, las cosas… La forma misteriosa que iba tomando el cementerio a medida que oscurecía". En Lumbre, Federico articula esa teoría buscada por Pajarito: toda historia es un juego de luces y sombras; aunque puede que estén equivocados, tanto el recuerdo como la escritura son "partos luminosos".

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