La marea




Hay algo profundamente entrañable en el acto de guardar esperanzas en que un hecho que muy difícilmente ocurra, finalmente suceda. El anhelo de lo improbable. El vértigo de arrojarse a la fe ciega y buscar refugio en la alegría simple y sencilla del niño que sueña con que algún día conocerá al Viejo Pascuero. Sospecho que algo así debe ser para los fanáticos del fútbol la esperanza de ver ganar la Copa del Mundo a una selección chilena. Algo posible, pero improbable, como que Carlos llegue a ser rey de Inglaterra o que los taxistas de Santiago tengan vuelto.

El entusiasmo nacional por la Copa del Mundo tiene ese encanto. Una algarabía que siempre se refugia en una carambola del destino: "Dicen que Chile puede dar la sorpresa", es la frase que se repite cada vez que ocurre. Una vez incluso hubo quienes apodaron a la selección "La Sandía Mecánica", luego de uno de sus gloriosos empates, en una entusiasta analogía con el equipo holandés. La posibilidad de ser la sorpresa es el talismán al que se aferra el hincha y el combustible de ese espíritu encarnado en esa horda que, más que una manada o una jauría, es un sentimiento: el de la marea roja.

La caravana que acompaña a la Selección en un viaje intercontinental es la expresión final de una extraña fiesta que nunca termina de concretarse, una celebración que siempre queda en los preparativos o en los ensayos de la que sería la verdadera y única, aquella coronada por el triunfo final en algún campeonato internacional. "Chi-chi-chi-le-le-le/ ganen algo alguna vez", suelen gritar los adversarios burlones en el extranjero, como respuesta a esa felicidad ruidosa y colorada del hincha local en tierra ajena. Aquel grito es un balde de agua fría que no alcanza a entibiar el ánimo que se esparce más allá del fanático, se cuela en los medios y alcanza el omnívoro mundo político. El político usa y exprime la pasión misteriosa que ejerce el fútbol. El fútbol es la metáfora predilecta del candidato y el economista que quiere acercarse al lenguaje coloquial -"jugar en las grandes ligas", "aplanar la cancha"-, revelando el poder hipnótico del espíritu de la marea roja, aquel que no le hace asco a la simplificación más burda ni al cliché más manoseado.

¿Era una buena idea que el ministro de Justicia, José Antonio Gómez, decidiera juguetear con la espontaneidad y dejara que lo retrataran con un trasero de mulata de fondo como cábala mundialera? ¿Era sensato que el alcalde de Salamanca utilizara fondos municipales para llevar a Brasil a un grupo de vecinos? ¿Es apropiado que las autoridades les pidan a los empresarios ser comprensivos con los trabajadores y permitirles ver los partidos en horarios de trabajo? El espíritu de la marea roja no distingue entre lo apropiado o lo inapropiado, porque no pertenece al ámbito de lo razonable. Tiene el encanto de las adicciones y consecuencias similares. El fútbol en Chile es una experiencia que demanda constantemente al hincha, tensiona sus ansias de triunfo sometiéndolo a frustraciones reiteradas, salpicadas de éxitos parciales que jamás significan un logro incuestionable y definitivo. Los episodios nacionales mezclan victorias momentáneas con fracasos y escándalos: el puñete de Leonel Sánchez el 62, el penal de Caszely del 82, el Maracanazo del 89 y el Puerto Ordazo del 2007 son la cronología del desaire que tuvo su momento más político con el no-saludo de Bielsa a Piñera en 2010.

Esta semana Bloomberg, el sitio de noticias financieras, detallaba a sus lectores que la Bolsa de Santiago se paraliza durante las fechas de partidos de la selección nacional: "Los inversionistas en la Bolsa de Santiago son los mejores del mundo para escabullirse a ver los partidos", sostenía Bloomberg. La nota añadía que el fenómeno podía ser un efecto colateral de 17 años de dictadura, que habría dejado a la población local con un ansia exacerbada de expresar sus emociones. Seguramente, pensarían los redactores de Bloomberg, los ejecutivos bursátiles chilenos aún no se recuperan del duelo que debió significar para ellos el gobierno militar.

El entusiasmo fugaz de la marea roja tiene la urgencia de aquello que debe ser aprovechado al máximo, porque las ocasiones para guardar esperanzas son escasas y porque ya sabemos que las sorpresas, si son buenas, difícilmente ocurren. Sobre todo tratándose de fútbol.

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