La procesión va por dentro




El público sale seguramente de la proyección de Frantz no solo con la sensación de haber visto una gran película. También con la idea de haber vivido una experiencia excepcional. Son cada vez menos las películas así que llegan a la cartelera. Los caminos de la industria y de la expresión fílmica más personal, que en otro tiempo observaron un cierto paralelismo, parecieran haberse bifurcado definitivamente en direcciones opuestas. Y es una lástima porque queda rondando la sensación de que en esa fractura perdieron ambos lados. La industria del espectáculo porque se hizo menos inteligente. Y las películas de nicho porque perdieron convocatoria.

La realización de Francois Ozon, en todo caso, un cineasta irregular pero con un respetable sentido del riesgo, es muy consecuente en su radicalidad de película chica, austera, minoritaria y sin concesiones. Concebida enteramente al margen o en contra de la noción de espectáculo, Frantz es una cinta que apuesta la totalidad de sus cartas más a lo que no vemos que a lo que vemos. De hecho es un relato construido a partir de la experiencia del duelo, a partir de la idea de la ausencia de un personaje muerto en las trincheras alemanas de la Primera Guerra Mundial antes del inicio del relato y que ha dejado a sus padres y a su novia en el vacío insuperable del dolor. Nada les devolverá al ser amado que perdieron, hasta que aparece en el pueblo un joven francés que también reivindica la memoria del muerto y que se hace un lugar en el corazón de esa familia quebrada diciendo haber compartido con él una amistad y los últimos momentos de su vida.

No obstante poner en juego sentimientos definitivos, viscerales e incluso muy violentos, en Frantz todo ocurre en la interioridad de los personajes. Lo que vemos es solo la punta del iceberg que llevan dentro, pero es lo suficiente para dimensionar la bancarrota emocional que sobrellevan. La procesión va por dentro. Los padres encuentran en la amistad con el joven francés una manera de aliviar el duelo. La novia, una oportunidad de reconectarse con el amor. Y el extranjero una instancia de expiación de su propia culpa. Aparte de intrincado, el conflicto nunca es tan monolítico ni tan puro, entre otras cosas porque la vida continúa y, donde había personajes zombies o fantasmales, el relato hace que comience de nuevo a circular sangre, ganas de vivir e incluso deseo.

Es una hermosa película. Tiene una estética entre calvinista y nórdica y, quizás porque se trata de un remake de uno de los pocos dramas filmados por Ernst Lubitsch, la puesta en escena tributa a un imaginario cargado de referencias cinematográficas. Más que mostrar lo que fue la vida una vez acabada la guerra, Frantz muestra la que fue la mirada del cine sobre esa época y por eso esta película -en un alarde que a Lubitsch pero también a Fassbinder les hubiera gustado- se detiene en la iconografía de los trenes (nada más fílmico que las estaciones ferroviarias), en las calles estrechas de las antiguas ciudades europeas y en el adusto interior de las casas. En definitiva, todas las emociones de la cinta son, por así decirlo, de segundo grado: en la base está la historia de un drama feroz, pero en la superficie se levanta una reflexión sobre el cine que también es muy poderosa.

Sin el anzuelo de grandes estrellas y en riguroso blanco y negro (las intromisiones del color son pocas y discutibles), Frantz es una cinta que apenas mueve las agujas de la cartelera. Sin embargo, está entre los momentos más reveladores de este año cinematográfico.

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