La revancha de los abogados




Mi madre estudió Derecho en la Universidad Católica a principios de los años 60. Recuerdo vívidamente que cuando le dije que iba a estudiar Economía, a comienzos de los años 80, ella me comentó que le gustaba mucho, pero que cuando ella estudió Derecho, Economía era una carrera de segunda clase.

La predominancia de los abogados en la vida pública y privada en el Chile de los años 60 era abrumadora. Desde ya en el gobierno democratacristiano de la época, tanto el Presidente, Eduardo Frei Montalva, como el ministro de Hacienda, Andrés Zaldívar, eran abogados. También eran abogados la mayoría de los parlamentarios, directores de empresas y hasta los gerentes de las mismas.

En el contexto de una sociedad y de una economía totalmente asfixiadas por la regulación, la hipertrofia de la influencia de los abogados era totalmente justificable. La mejor forma de hacer un buen negocio en Chile, en esa época, era conseguir un decreto que permitiera que yo hiciera ese negocio y otros no, por ejemplo un permiso de importación a dólar preferencial.

La mejor forma de conseguir una buena pensión era lograr que se pasara una ley a favor mío y de mis colegas, por ejemplo empleados públicos, empleados bancarios, diputados, etc. La mejor forma de obtener una pega era a través de contactos y la única forma de obtener un crédito era teniendo los pitutos correspondientes. El que se hiciera o no se hiciera un proyecto inmobiliario dependía de la posibilidad de conseguir los permisos, de que la empresa estatal de electricidad y de agua se dignaran a proveer los servicios correspondientes, y de que la inmobiliaria pudiera acceder a los escasos créditos subsidiados que había disponibles.

La gestión de negocios más importante de cualquier emprendimiento tenía que ver con decretos, permisos, aprobaciones, etc. En ese contexto, los abogados tenían ventajas competitivas respecto de otras profesiones. Poco podían aportar la creatividad de un arquitecto, el análisis de clientes de un sociólogo, los cálculos de un ingeniero o la habilidad financiera de un ingeniero comercial.

La liberalización (desregulación) de la economía chilena, que comenzó hace poco más de treinta años, cambió paulatina pero sostenidamente las habilidades que eran valiosas en la sociedad. En una economía competitiva atraer la atención de los clientes puede hacer la diferencia entre el éxito y la desaparición del negocio. Por lo mismo, un sinnúmero de profesiones y habilidades relativamente inútiles en una economía altamente regulada   -como diseñadores, publicistas, arquitectos, fotógrafos, modelos, etc.-  pasaron a tener una importancia decisiva en la nueva economía chilena.

De la misma manera, cuando me he conseguido un decreto para ser la única farmacia del barrio o un crédito para ser el único productor de acero del país, la eficiencia poco importa. Cuando cualquiera puede poner una farmacia o importar acero, entonces necesito ingenieros que me digan cómo ser el productor más eficiente de la industria.

La desregulación, la apertura comercial y la liberalización de los precios, o sea, la irrupción de la libre competencia en Chile, no solo generó una explosión de crecimiento y bienestar; también abrió las puertas a la diversidad profesional y cultural. No es que los abogados hayan dejado de ser importantes. De hecho, juegan un importantísimo rol en nuestra sociedad, pero redujeron su influencia desde un punto en el que nunca debieron estar.

Para quienes creemos en las bondades de la competencia, no es un decreto o una regulación lo que hace que los consumidores gocen de productos buenos, bonitos y baratos. Es el temor de quienes venden dichos productos de quedarse sin clientes lo que obra dicho milagro. Los consumidores estarán mejor servidos si  Fallabella le teme a Paris y a Ripley, si Jumbo le teme a Lider y si el Banco de Chile le teme al Santander, que si todos los anteriores le temen a su regulador.

En el último tiempo, la discusión pública ha virado en la dirección de sostener que la supervisión y la regulación son la única forma de garantizar que los clientes y los consumidores estén bien atendidos.

No debemos olvidar que una competencia descarnada entre empresas por captar la preferencia de los consumidores es un antídoto más poderoso que cualquier regulación, normativa o funcionario público para mantener a raya las ambiciones de las empresas y para que éstas vuelquen toda su energía en favorecer a sus clientes con buenos productos y servicios, y buenas prácticas.

Nuestra energía como sociedad está mucho mejor utilizada en favor de los consumidores si la dedicamos a liberar las trabas al emprendimiento, reducir las barreras de entrada a los negocios, facilitar la llegada de empresas y productos extranjeros a nuestros mercados, en vez de llenar de multas, regulaciones y burocracia a las empresas existentes.

Una economía genuinamente competitiva no necesita de guardianes bondadosos y benevolentes que les digan a las empresas cómo y dónde tienen que vender sus productos, qué precios cobrar por ellos y bajo qué condiciones ofrecerlos al mercado. Por lo mismo, debemos preocuparnos de aumentar los niveles de competencia de la economía y no de llenarnos de regulaciones.

Si erramos nuevamente el camino y retomamos las prácticas de los años sesenta, al corto andar los únicos que van a tener trabajo van a ser nuevamente los abogados y los consumidores van a tener que volver a elegir entre un Peugeot 404 y un Fiat 125, entre marraqueta y chocoso, y cuando quieran pedir un crédito la respuesta va a demorar más que una operación en un hospital público. De seguro Argentina y Venezuela tienen sendas regulaciones en favor de los consumidores. El problema es que no va quedando mucho qué consumir.

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