La telenovela del futuro




Quizás el diagnóstico más feroz sobre la televisión chilena del presente lo hizo Raúl Ruiz en el año 1990: "La realidad chilena no existe. Es un conjunto de teleseries". No es una mala idea. Ruiz dijo la frase refiriéndose a La telenovela errante, la cinta que filmó en Chile en 1990 y que se estrenó recién esta semana como una de las piezas centrales del Festival de Cine de Valdivia. Iba a ser su primera película local luego del exilio pero se perdió en una suerte de limbo y fue terminada hace poco por Valeria Sarmiento, su viuda.

Vale la pena verla. Ojalá algún canal se anime a exhibirla y no la releguen como siempre al trasnoche de un sábado dominado por el rating de un público insomne. En ella actúan Patricia Rivadeneira, Luis Alarcón, Francisco Reyes, Mauricio Pesutic y Roberto Poblete, entre muchos. También aparece Carlos Matamala, que falleció en 1992, y algunos que vimos la película encontramos ahí un rostro espectral, salido del pasado irreal de la tele que vimos en la infancia. Por supuesto, en la película de Ruiz/Sarmiento no hay trama o, mejor dicho, hay demasiadas tramas pues está hecha de fragmentos de culebrones inexistentes; puros apuntes de relatos imposibles que apenas intuimos.

Estos fragmentos comienzan como una comedia pero luego toman un tono casi pesadillesco; de hecho hay un punto en que todo se vuelve negrísimo y asfixiante. En un momento, alguien predice la llegada de las teleseries turcas. En otro, un hombre compara las piernas de una mujer con la geografía de Chile. Hay muertos por montón, balazos, giros de guión inexplicables, ahorcados, socialistas católicos y a Francisco Reyes le sale un huevo de codorniz del cuerpo. Todo es a la vez inquietante y familiar: en algún decorado reconocemos una botella de vidrio rellena con ese whisky falso que solo existe en los culebrones. Así, el imaginario de la televisión es también el imaginario de nuestra cultura y conviven en el relato la tensión sorda de un drama deforme con las imágenes de televisores encendidos que transmiten estas teleseries falsas que parecen venidas de otro planeta, paradójicamente está sintonizado en el canal 7.

Ese planeta puede ser Chile. Ruiz entendió que en las teleseries podía estar una de sus lenguas secretas. Esa lengua era confusa, construida a partir de contradicciones, experta en disfrazar sus balbuceos. Quizás Ruiz intuyó que desde ahí se podía desplegar alguna clase de futuro, una utopía deforme, acaso los cuentos chinos de un mundo nuevo, donde la estructura de los viejos folletines era un esqueleto oculto antes que el recuerdo de otro tiempo. Hay lucidez en su lectura, una claridad desesperanzada encubierta con las máscaras del humor negro y del sinsentido. Que La telenovela errante esté protagonizada por rostros de culebrón solo aumenta aquella sensación de fragilidad, la idea de que la identidad chilena puede ser entendida una y otra vez como un mal programa de televisión, como algo que toma la forma de un relato en permanente construcción, el episodio irreal de un programa que apenas se entiende a sí mismo.

Con eso, Ruiz analizó la televisión chilena del presente antes de que esta llegase a existir, inventándola a partir de puras intuiciones que ahora son ciertas. También se burló de ella y de la repetición infinita de las ideas, la condición intercambiable de sus figuras, las conversaciones vacías que se prolongan hasta el infinito y la violencia larvada que guarda en su alma de doble fondo. Ruiz vio que aquello era divertido pero también monstruoso: yace ahí la sugerencia de que la complejidad de nuestra televisión (y quizás de la cultura y el arte chileno en general) se sostiene equilibrándose en aquella contradicción. Eso hace a La telenovela errante una experiencia lúcida y reveladora, una obra que se enrolla sobre sí misma haciendo que las imágenes se conviertan en un laberinto antes que una casa, mientras vuelve todo más oscuro y más atroz, un drama del que toda luz ha huido y donde solo quedan las sombras de una ficción tan contrahecha como cercana.

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