Lo malsonante




El eufemismo es el rodeo de una verdad malsonante. Es el glaseado de panadería de barrio con el que nos gusta adornar los bizcochuelos que salieron amargos.

Un eufemismo es una pestaña postiza en la nuca, la pasteurización de la incomodidad.

No es que haya mala intención en el proceso (no siempre), pero sí muchas veces arrogancia, y, de eso, no nos vamos a hacer los giles a esta altura del partido, los homo lingüisticus (h.l.) sabemos harto.

Que el lenguaje construye realidad es un hecho indiscutible. El inconsciente se estructura como lenguaje (Freud, Lacan) y la realidad se proyecta dentro de nuestro cerebro como una abstracción que se articula con gramática, sintaxis y todo el combo. Entonces, a los h.l. se nos ocurrió que, si perilleamos el lenguaje para acá o para allá, podíamos incidir en la percepción de dicha realidad y, por qué no, sentirnos más Cerebro que Pinky y proceder a nada menos que manipularla.

Es así como comenzamos a torcer algunas palabras para reemplazarlas por otras más elegantes, menos incómodas, por metáforas con cobertura gel para facilitar su deglución. (El eufemismo es la antítesis de la metáfora porque la metáfora persigue definir la esencia del objeto potenciando la naturaleza de sus

rasgos y no limándolos o trasvistiéndolos.)

Yendo de menos a más, me ha llamado la atención lo proclive de los giros locales a no nombrar ciertas partes del cuerpo, utilizando gravitantemente lo avícola como pivot de la figura elusiva. La axila es el ala, las tetas son pechugas, las patas son trutros. El gallo y la galla. Sacarse la cresta. Matar la gallina. Entre otros distractores agrarios que dan cuenta de nuestra raigambre latinoamericana de cultura de campo, también podemos enumerar "dar la papa", "los cabros", "car'e vaca", etc.

Dicho esto como canapé, pasemos a los platos eufemísticos de fondo.

Los "campamentos". Cuando llegué a Chile me dijeron "ahí hay un campamento". Yo miraba y miraba y lo único que veía era una villa miseria. Ningún camping con carpas de tela de avión, hornallas de propano y gente con frisbee. Nada de eso. Alguna mente preclara las bautizó después como "aldeas". Hombre, que yo sepa, Asterix vivía en una aldea, y, por más irreductible y sitiada que estuviera por los romanos, no se parecía en nada a esta montaña de basura, guarenes y chapas oxidadas sobre la que todavía viven, en Chile, treinta mil familias. Decirles "aldeas" es una afrenta a la indignidad en la que están inmersas y bloquea cualquier tipo de empatía o solidaridad. Alguien me contó que se les supo llamar "poblaciones callampa" porque surgían del barro como los hongos después de la lluvia, casi por generación espontánea. Pues bien, la violencia despectiva de la adjetivación "miseria" o "callampa" encara de manera mucho más directa la humillación de ese infierno cotidiano.

No hay manera de edulcorar esta realidad.

Hace unos días escuchaba en la radio a Werne Núñez, Iván Guerrero y Juan Fau, quienes, siguiendo esta línea de pensamiento, rebautizaban al "pobre" como "gente con capacidades económicas diferentes", inaugurando así el eufemismo irónico y dejando en evidencia al tropo discursivo basal del oficialismo posmoderno.

Y ya que estamos con el tema de las capacidades, voy a echarme a la tribuna encima. ¿Por qué se ha instalado la idea de reemplazar la palabra "discapacitado" por "personas con capacidades diferentes"? Antes de que me escupan desde el banderín del córner, recordemos que la tesis de este supuesto artículo es que los eufemismos son mecanismos de elusión y anestesia que precisamente buscan poner un velo sobre aquello que lastima y no queremos ver. Eso es lo que estamos discutiendo. ¿E

ntonces por qué imprimirle este sello condescendiente a alguien que, por ejemplo, no puede caminar?

Es crudo, pero esa persona no tiene "capacidades diferentes" a las mías. No reemplaza una capacidad por otra distinta. No podrá trasladarse con sus piernas, pero tampoco puede volar. En este eufemismo, el valor lingüístico que compromete e involucra al otro en la integración se diluye en este torpe intento de nivelación moral. Me niego a tragarme ese sapo.

Es terrible, pero el romance del eufemismo con lo políticamente correcto es, además de letal, cromosómicamente inviable. Esa yunta engendra una descendencia que flota sobre la realidad subyacente sin lastimarse los pies y, sobre todo, sin rasparse el alma ni un poquito. Todos confortablemente adormecidos. La alegoría de la caverna en proyección Disney. Disney pre Pixar, claro.

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