Los Juegos Diana




En la escena final de Grease, Olivia Newton John y John Travolta celebran finalmente el amor recuperado con una coreografía grupal en una feria de juegos. En la secuencia de cierre suben a un auto, que como una rueda de Chicago se eleva por los cielos de California hasta perderse entre las nubes. Una década más tarde otra película, también de adolescentes, pero de un género completamente distinto, utilizó una ambientación parecida con otro subtexto. Lost Boys o La generación perdida arrancaba con el vampiro encarnado por Kiefer Sutherland paseándose sonriente por un carrusel de otra feria de juegos -también en California- atestada de infantes felices que no sabían que el peligro de los muertos vivientes acechaba incluso allí. Las ferias de entretenciones ocupan en nuestro imaginario un lugar seductoramente ambiguo, con su estética saturada, burlona, melosa y melancólica, como una canción de verano pasada de moda, ideal para situar escenas de amor en todas sus formas -adolescente, adulto, duradero o fugaz, como en la reciente película Philomena- o ambientar una película de terror para quinceañeros.

Los Juegos Diana de Santiago tienen algo de todo eso e incluso más. Es una feria de entretenciones vinculada al paisaje del centro de la ciudad y no, como suele suceder, al de las zonas más alejadas y espaciosas. Partió en la década del 30 en la Plaza de Armas con un solo juego: un tiro al blanco con rifle Diana, que fijó su nombre para siempre. La idea rindió frutos, seguidores y dinero. Luego vino el traslado a la Alameda, entre Ahumada y Estado, cuando en lugar de una torre de oficinas había allí un descampado que ocuparían los Juegos Diana y la venta ambulante de libros que llegaría a ser La Feria del Libro. Era una ciudad pequeña, sin Metro, pocos autos y un incipiente circuito de ocio.

En ese lugar creció la fama de los Juegos Diana, avivada por la variedad de máquinas y la escasa oferta de diversión sin alcohol que existía en Santiago. Luego vino la mudanza a la plaza frente al atrio de la iglesia San Francisco y finalmente a una esquina de calle San Diego. A esas alturas del siglo XX  la bohemia santiaguina se había acabado y el centro sufría una diáspora que terminó vaciándolo de residentes.

Desde lo alto de la rueda de Chicago de los Juegos Diana el paisaje que se ve del vecindario es parecido al de los tapices hechos de retazos de textiles diversos: De un lado la iglesia de los Sacramentinos y su perfil bizantino cercada por edificios de departamentos como colmenas de altura diversa, y del otro, los árboles del Parque Almagro rodeando los trabajos de la nueva línea del Metro en las cercanías. Una biodiversidad amplia y colorida que se extiende hasta Avenida Matta. Desde los antiguos vecinos acostumbrados a los cités, los boliches de poca monta, las librerías de viejos, hasta los jóvenes inmigrantes y los habitantes de las torres que buscan un lugar para la cafetería coqueta, el trote saludable y la vida pequeño burguesa. Horizontes que confluyen en una calle que aspiró a ser la Corrientes santiaguina, pero que con el tiempo fue perdiendo vida y atractivo, como un flipper descompuesto que apenas ilumina o un carrusel de pintura descascarada.

Algo en el nuevo perfil demográfico de la zona indica que el futuro será muy distinto. Es el nuevo Santiago poniente hacia el sur de la Alameda al que los Juegos Diana apostará ampliando su giro a la actividad cultural con un teatro, una galería de arte y una zona de residencia de artistas. Los juegos permanecerán, y la rueda, como un modesto London Eye, podrá seguir vigilando los cambios de un vecindario que parece estar siendo redescubierto por el inusitado impulso trendy de un negocio, el de los Diana, que tiene mucho de patrimonial y otro poco de legendario.

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