Los saldos y el legado
"Es Chile -dijo el ex Presidente Ricardo Lagos- el que pierde", al referirse al cambio de gabinete de esta semana. Ojalá eso no ocurra. Lo que sí está claro es que es difícil encontrar ganadores en la operación, aun cuando fue el propio gobierno el que la libreteó, la montó y la orquestó. Rodrigo Valdés tuvo que abandonar su puesto porque ya no le quedaba ninguna otra alternativa tras la escenográfica desautorización que la Presidenta Bachelet protagonizó en El Maule con el ministro de Medio Ambiente.
Al irse lo siguieron el ministro Céspedes y el subsecretario Micco, esto es, el núcleo básico del equipo económico. Si bien su gestión en Hacienda no fue especialmente gloriosa, sí proyectó dentro del gabinete una imagen de solvencia técnica, sentido común y racionalidad política que era importante dentro de una administración que se ha distinguido por sus chapucerías e improvisaciones.
Es probable que el gobierno no haya quedado ni mejor ni peor. Quedó donde mismo, aunque por cierto más desgastado en términos de imagen y conducción. El cambio ministerial, sin embargo, bien podría ayudar a transparentar lo que hasta aquí ha sido su hoja de ruta. De alguna manera la salida de Valdés hace caer algunas máscaras. Entre otras, la máscara de una administración que valoriza el crecimiento. A estas alturas importa poco el apellido que se le ponga: crecimiento sustentable, inclusivo, equilibrado, ciudadano o como quiera llamársele. El fracaso ha sido parejo, cualquiera sea la métrica que se utilice, y en el fondo representa el costo que la Presidenta decidió pagar, convencida como lo estuvo y lo sigue estando -legítimamente, por lo demás- que eran otras las variables que su segunda administración estaba llamada a priorizar. Otro cuento, por cierto, es que hubiera sido preferible, en tributo a la higiene política, explicitarlo desde el principio.
Con el tiempo, cuando se conozcan todos los antecedentes que condujeron al rechazo del proyecto minera Dominga, el país recién podrá empezar a calibrar la forma enredosa, oblicua y visceral en que se tomaron muchas de las decisiones de este gobierno. Cada día se hace más evidente que en ese rechazo lo que menos pesaron fueron las consideraciones ambientales. Al final este fue un mero juego de pulsos que convirtió un proyecto de inversión de 2.500 millones de dólares en una mera carta de desaires, estrellones, desquites y cahuines. En ese sentido es que cabe afirmar que el crecimiento nunca fue tema.
Al parecer, por desencuentros anteriores, las cuentas entre la Presidenta y su equipo económico estaban muy cargadas emocionalmente. Pero no cabe duda de que existían terapias bastante más económicas para limpiarlas. Un oportuno cara a cara, por ejemplo, hubiera sido harto más sano y más barato.
La renuncia de Valdés pone en su lugar también otro mito: que uno o dos ministros pueden ser capaces de conducir al norte un gobierno resuelto a navegar al sur. Eso no funciona. No al menos si no son empoderados y de ninguna manera si no cuentan con la confianza irrestricta de los mandatarios. Los gobiernos son máquinas en las cuales con frecuencia los gabinetes son apenas engranajes de un todo mayor y son tantos los factores que inciden en el rumbo de una administración que no tiene mucho sentido sobredimensionar lo que puedan hacer los llaneros solitarios.
La decisión de Bachelet, Mandataria que volvió a La Moneda con el más ideológico de los programas de gobierno que ha conocido el país desde el año 90 en adelante, es no mostrar deserción alguna en los meses que le restan de mandato. A eso vino y nadie la convencerá de otra cosa. Ni siquiera su propia coalición, con la cual, por lo demás, mantiene sus distancias. Su manera de entender las funciones de gobierno pasa mucho antes por un tema de lealtades incondicionales a su persona que por un proyecto histórico del cual los partidos y las bancadas parlamentarias puedan sentirse parte.
Porque, ¿de qué proyecto estamos hablando? La verdad es que no es fácil visualizarlo. Es borroso. El discurso presidencial insiste en la igualdad, en la inclusión y en los derechos sociales. Veta el crecimiento a cualquier costo, como si alguien estuviera por eso. Insiste en que el país debe comenzar a hacer las cosas de otra manera, lo cual es un eufemismo para instar a la demolición de la obra de la Concertación.
El oficialismo, que se emocionó y embriagó con esa propuesta, solo ahora comienza a tomarle el peso. Y se lo está tomando porque -como dicen todas las encuestas- a la ciudadanía no le gustó la aventura. Los indicadores de rechazo al gobierno no aflojan. La izquierda está más fragmentada que nunca desde el retorno a la democracia. Y la candidatura presidencial DC sigue debatiéndose en la irrelevancia.
Como saldo, qué duda cabe que es decepcionante. A la Presidenta, sin embargo, el asunto no le importa, porque solo estaría preocupada de su legado. La pregunta es si se puede, a partir de malos resultados, construir una pirámide perpetua de reconocimiento histórico. ¿Para quiénes se gobierna? ¿Para chilenos de hoy o para los que se cuenten cuentos en cien años más?








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