¿Es Lula una víctima?




El ex Presidente Luiz Inácio Lula da Silva lucha como gato panza arriba contra la jungla legal en que se halla atrapado: tres procesos por corrupción (dos por recibir pagos y favores de empresas privadas, uno por silenciar a un testigo) y varias investigaciones, como la del Tribunal Supremo por el desvío de fondos de Petrobras. Acaba de sostener en Brasil que la "cacería" contra él busca "destruir los fundamentos de la democracia".

Será la Justicia, y no la "comentocracia", quien decida si es personalmente corrupto. Pero Lula yerra garrafalmente cuando trata de identificar su destino penal y sus credenciales éticas con la democracia. Es al revés: un sistema de instituciones que funcionan razonablemente bien nunca se debilitan cuando tratan de hacer su trabajo. Esto es cierto incluso si se cometen excesos, siempre y cuando no se cometan abusos deliberados ni injusticias clamorosas fruto de la persecución política. En los procesos e investigaciones contra Lula hay cierta espectacularidad noticiosa que sobra y algún "timing" poco prudente, pero puede decirse que en todo este tiempo si algo ha brillado con luz propia en el panorama sombrío de ese gran país ha sido el sistema jurisdiccional. No es frecuente que en Brasil, uno de los países más corruptos, la Justicia haga un trabajo tan valiente y riesgoso a partir del principio de que nadie está por encima de la ley. Ni siquiera un político poderoso y popular.

Tampoco es justo que Lula acuse a la Justicia brasileña de querer destruir a su partido. Quien ha infligido al PT, humillado en las recientes elecciones locales, su condición actual es, antes incluso que Dilma, el propio Lula. La trama de corrupción que se conoció en su primer gobierno  ("Mensalao") y la que saltó a la luz durante el de Dilma pero hunde sus raíces en los anteriores ("Lava Jato"/"Petrolao") no hablan de casos aislados, o de actos frente a los cuales los gobiernos laboristas actuaron con rigor y prontitud. Nos hablan de una colusión entre intereses públicos y privados sistémica a lo largo de la era del PT. Afectaron a otros partidos, pero a ninguno tan directamente como al que mandaba.

Que los mismos brasileños que aclamaban a Lula como un mesías y volvieron popular a una Dilma que inició su andadura presidencial entre sospechas de escaso talento para hacerse querer por las masas les hayan dado la espalda, es un acto de rectificación política. El "sistema" del PT era de un populismo corrupto y  a la larga empobrecedor a la larga; pero, como todo populismo, de apariencia salvífica en lo inmediato (sí, como suena, con toques de religión laica).

Tardaron los brasileños en detectar la conexión entre su crisis económica y política y la manera de gobernar del PT, y sólo estallaron de indignación cuando la corrupción asomó sus orejas espantosas.

Si ante todo ello la Justicia hubiera hecho la vista gorda, la primera víctima hubieran sido las instituciones, que habrían perdido toda credibilidad. Pero ellas reaccionaron. Para ser más exactos, reaccionaron incluso antes de que la ira popular alcanzara su dimensión callejera y multitudinaria. Es una de las pocas cosas que ha dado al mundo esperanzas mientras la comunidad internacional veía al derrumbe del gigante con pies de barro -me refiero a Brasil, el país- al que poco antes se adoraba como un ídolo emergente.

Un estadista con sentido de lo que importa y del largo plazo diría lo contrario que Lula: que los fundamentos de la democracia saldrán reforzados si las instituciones resisten la avalancha política de sus líderes más poderosos. Como Lula mismo.

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