¿Mala fe de Bachelet?




La conducción de los asuntos de todos, el ejercicio del poder político, requieren de una cierta actitud. No basta la astucia o la sagacidad, la capacidad de situarse en las circunstancias y saber actuar de manera tal que le resulte a uno salir bien parado. Se necesita, además, una combinación de aplomo personal, algo así como grandeza de alma, y la capacidad de tomar distancia y mirar allende el día a día, hacia la historia, especialmente la historia larga del país. Esas aptitudes unidas son las que permitirían distinguir al estadista de un político superficial.

Es difícil saber qué político es un estadista. Suena pretenciosa, incluso, la idea de atribuirle tal calificativo a alguien. Pero el criterio no llega a ser una mera palabra sin sentido. La historia logra, cada cierto tiempo, decantar y mostrarnos, independientemente de las posiciones que hayan asumido, a los capaces de honduras, distancias y grandezas. Lo prueba, además, especialmente, el hecho manifiesto de que sí es posible, con alguna facilidad -incluso sin tener que esperar el transcurso de los años-, discernir al político que, dicho en términos negativos, no es o no llegó a ser hombre o mujer de Estado.

Las naciones viven usualmente largos períodos en los que funcionan por la capacidad de sus instituciones y la inclinación gregaria de los súbditos. Pero hay veces, también, en las que ellas levantan cabeza. Son los momentos de cambios, en los cuales se necesita de personas y grupos capaces de desplegar una actitud de Estado.

Muchas señas parecen indicar que Chile se halla ante uno de esos momentos de cambio. Hay, flotando en el aire, un malestar difuso. El aire en sí mismo se halla enrarecido, y no sólo el aire físico. Estamos en un ambiente en el que a lo natural se une, perturbadoramente, lo virtual. A demandas auténticas y voces lúcidas se agrega la irritación de lo que Rafael Gumucio ha llamado esa "serie infinita de hombres y mujeres solos, perfectamente convencidos de la originalidad absoluta de sus ideas", precisamente gracias a su soledad. El hecho es que, producto del enriquecimiento y los desarrollos y alienaciones del capitalismo, el pueblo se halla en unas condiciones que conducen a su intranquilidad. Al mayor bienestar económico se unen angustias postmodernas, incertidumbres de clases medias emergentes, anhelos de reconocimiento, ansias de redención.

Placas tectónicas se han movido. Y no es, entonces, con las maniobras usuales, con la operación en el campo superficial de las medidas, que la política saldrá airosa de la prueba. Lo supo la derecha de la transición y lo ha llegado a saber la Concertación.

Bachelet se percató del asunto. Como por instinto, logró saber que algo se modificaba. Pareció mostrar genio, ponerse a la vista problemas grandes y reales. Asumió, con premura, un discurso en consecuencia. Lamentablemente, sus capacidades prospectivas y de comprensión política no fueron suficientes. Terminó presentando unas reformas mal paridas a tal punto, que concitaron el rechazo de lado y lado.

Ahora a eso, se agrega algo peor: la improvisación, el saludo a la bandera, la pirotecnia, eventualmente, la mala fe. ¿O podrá creerse que, pendiente aún la reforma a la educación superior, la cuestión constitucional y una serie de otros asuntos comparativamente menores, los proyectos sobre pensiones -más allá de sus eventuales méritos- tienen algún destino durante su gobierno? ¿No se está mostrando aquí la distancia entre el improbable estadista y la operación política de baja estofa, comprometiéndose, de paso, el tipo de acción gubernativa que el país necesita?

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