Mala prensa
Decía Chesterton que su éxito se basaba en escuchar los consejos de los mejores periodistas y hacer exactamente lo contrario. Algo parecido podría recomendárseles hoy a los estudiantes de periodismo: miren los programas de debate político que transmite la televisión y, cuando sean profesionales, hagan justo al revés de lo que ven.
O sea: pregunten sin sermonear; dejen hablar sin interrumpir; escuchen más a sus invitados y menos a sí mismos; argumenten desde el sentido común, no desde la superioridad moral; hagan preguntas que representen el interés del público sin perseguir su lucimiento personal; sean inquisitivos, no agresivos; manejen la información, no la emoción ni el efectismo; entreguen datos, no opiniones; sean breves.
La sociedad necesita periodistas que fiscalicen a las autoridades, que faciliten el intercambio de ideas y pongan sobre la mesa informaciones y temas importantes. Hecho así, el periodismo constituye un aporte para robustecer la comunidad, aunque a veces ello suponga denunciar a quienes se pasan de la raya.
Hoy se echa de menos esa actitud. En demasiadas ocasiones los periodistas se ponen a la par de sus entrevistados, debaten con ellos e incluso se toman la libertad de juzgarlos, incurriendo en los mismos excesos y desatinos que criticamos a los políticos. Lo que debía ser una conversación o una entrevista iluminadora se convierte en un diálogo de sordos donde se impone quien grita más fuerte.
El resultado es decepcionante: en vez de ayudar a esclarecer posiciones, este tipo de programas contribuye a crispar y polarizar los ánimos. El periodismo agresivo y ególatra que abunda en ellos tiende a confirmar la muy extendida creencia de que los miembros de la élite política y mediática habitan en un país muy distinto al de la gente común, acostumbrada a convivir sin drama con familiares, compañeros de trabajo y amigos de distinto signo político, ideológico y religioso.
Los periodistas somos los primeros en acusar la ausencia de un debate de ideas, pero debemos preguntarnos con mayor frecuencia y autocrítica qué estamos haciendo para promoverlo. Si la respuesta fuera sincera, podríamos concluir que no demasiado y que eso significa que estamos haciendo mal la pega. Peor aún, puede dar pie a que políticos insatisfechos y molestos con la prensa -los hay a todo lo ancho del espectro- propongan leyes que coarten el ejercicio de los medios y hagan pagar a justos por pecadores.
Los medios, los empresarios que los controlan, los directores, los editores, los periodistas y los gremios que los agrupan deben darse cuenta de esta realidad y actuar pronto para ayudar a erradicar prácticas nocivas para la sociedad y peligrosas, en el mediano plazo, para las libertades de expresión y de prensa. Estas, vale la pena recordarlo, no son privilegios de los periodistas, sino garantías de las personas que integran la sociedad.








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