Me Late: El éter




Muchas veces, al ver Me Late, animado por Daniel Fuenzalida, es difícil captar cuál es su concepto. Esto tiene que ver con el horario: nunca ha quedado claro si es un programa de trasnoche o algo que va por la tarde. UCV lo transmite en ambas franjas. Con el concepto pasa algo parecido. Se presenta como como un late show pero en realidad funciona mejor cuando toma la forma de un panel de farándula. Esa mezcla sin resolver quizás sintetiza la carrera de su conductor, los costados equidistantes de una vieja promesa de la década del 90 que luego se perdió en el delirio nocturno (imposible olvidar Lunáticos) para volver como animador y panelista en programas como En portada o Primer Plano. Es la búsqueda permanente que quizás define a Fuenzalida, un sobreviviente de la televisión chilena que trata de encontrar su lugar en una industria que tiene presupuestos cada vez más estrechos y que ha desechado casi de plano todos los formatos en los que alguna vez estuvo cómodo.

Por lo mismo, lo más interesante de Me Late es su anacronismo, ese deseo de hacer tele en serio a pesar de que los medios, la producción y la calidad de los invitados no lo permitan pues por el set desfilan de modo fijo ufólogos clase Z, tarotistas, periodistas de farándula despedidos de otros canales, psicólogos mediáticos y productores en baja de show olvidados. La mezcla es a veces inquietante. Desde su escritorio Fuenzalida se esfuerza, está lleno de energía, trata de darle sentido a las conversaciones y de parecer actual pues lucha por demostrar que comunicar y entretener a veces son la misma cosa. A veces funciona: Sergio Rojas siempre es un aporte en su incorrección y crueldad y la sección de tarot que comenta rumores de los famosos es ligera y divertida. A veces no. Alberto Urquiza y Sergio Schilling son completamente olvidables; ahí afuera debe haber una legión de expertos paranormales y en salud alternativa que funcionarían mejor en pantalla que ellos. Lo mismo ocurre con Roberto Apud y Sergio Riesenberg, que lucen fuera de lugar, felices de celebrarse a sí mismos como héroes de la TV y de paso, ajustar cuentas con un presente que los ha dejado de lado. Ah, también por ahí aparece Aldo Duque para hablar de asuntos legales.

Gracias a lo anterior, Me Late  existe en un tiempo paralelo donde el Festival de Viña es algo lleno de glamour y Rojo lo más sofisticado que ha dado la industria del espectáculo. Algunos días todos los panelistas se juntan para comentar la actualidad y todo termina pareciéndose a esa escena de Sunset Boulevard donde Gloria Swanson, la diva terminal, invitaba a sus viejos amigos del cine mudo a tomar onces. Hay en esos capítulos un hálito terminal, cierta condición de representación teatral. Por supuesto, a veces pasan cosas interesantes e inesperadas, como cuando Sergio Rojas hizo que Riesenberg renunciara. Rojas se burló de él y de lo que contaba. Lo mandó a un asilo de ancianos, le dijo que sus historias eran largas y aburridas y, por lo tanto, no le interesaban a nadie. Fuenzalida lo secundó. Riesenberg, en vivo, dijo que no iba a volver más al programa.

Fue un momento notable. Rojas ironizó con Riesenberg y su prestigio cultural, pero al hacer mofa de eso también hizo trizas la nostalgia de la memorabilia hecha de oropeles rancios en la que insistía majaderamente el director de Sabor Latino, el programa predilecto de los agentes de la CNI y que terminó definiendo lo que entendía el pinochetismo como espectáculo. Por supuesto, la pelea entre ambos pasó desapercibida. Era un hito trash y secreto, algo que solo podía existir en el extraño éter en el que flota Me Late y donde Fuenzalida lucha por no ser otra figura más perdida en el limbo. Mientras, la tele demostró que no tenía otro tema que sí misma y su horrorosa memoria, la misma que a veces toma la forma de una accidentada mitología contrahecha.

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