¿Es necesaria una nueva Constitución?




SÍ, PERO por razones distintas de las que invocan los partidarios acérrimos de una nueva Constitución.

Pensamos que el argumento de la ilegitimidad de la Constitución del 80 es feble, pues, así como es indiscutible que nació bajo ese estigma, es también cierto que tras más de 30 reformas que se le han introducido, en más de un cuarto de siglo, bien se puede decir que, o ha terminado siendo legitimada, o este debate ha perdido utilidad y sentido. Avala esta última posición la referencia a múltiples experiencias de países donde sus cartas fundamentales -la de Japón, Alemania, la V República Francesa, las chilenas de 1833 y 1925- nacieron bajo circunstancias en que muchos cuestionaban su legitimidad, pero que terminaron transversalmente reconocidas.

Tampoco nos parece que se pueda negar la progresiva aceptación de la Constitución en la medida que sus reformas y funcionamiento efectivo, han permitido la elección de seis presidentes en procesos electorales indubitados. Algunos se preguntan si en el período de más de 25 años a partir de la recuperación de la democracia en 1990, y que se cuenta como el de mayor progreso económico y social, ella fue una contribución o un estorbo. Dados los resultados obtenidos en este ámbito, es difícil considerarla como un obstáculo.

Más allá de eso, esta discusión parece ociosa y bizantina, pues una Constitución es uno entre muchos factores relevantes que determinan el desarrollo de un país. Si ella fuera la piedra angular del éxito de los gobiernos democráticos, ¿cómo podríamos explicar la cambiante realidad de Estados Unidos en el período de más de 200 años en que ha regido su única Carta Fundamental? Por una parte, es cierto que si es mal construida ella puede llevar al país al caos, a la guerra civil, o a no proteger a sectores de la población, incluso mayoritarios, frente al abuso, o dejar indefensos a los ciudadanos frente a actos arbitrarios de poder. Pero, por otra parte, ni aun la más perfecta Constitución puede garantizar el éxito de los gobiernos y de las políticas públicas y menos asegurar el cumplimiento de sus objetivos. Atribuirle a una Constitución el origen de todos los males, o de todos los logros, es una exageración y un despropósito.

Una nueva Constitución, no parte de cero o de una hoja en blanco, tampoco reescribe la historia, si es un ejercicio fundacional, menos en un país como Chile que tiene una tradición democrática, republicana y constitucional, forjada de una evolución histórica, con avances y retrocesos, con períodos de estabilidad y ruptura. Difícilmente el actual gobierno podrá avanzar mucho más en este proceso, acaso su aporte -importante- termine siendo el haber diseñado y convocado a un proceso ciudadano de participación.

Resulta muy dudoso que los tiempos legislativos y políticos permitan tramitar un proyecto de reforma del actual capítulo XV de la Carta Fundamental, incluso forzar aquello, atendidos los altos quórums necesarios, puede resultar contraproducente

Sin embargo, cualquiera sea el resultado de las elecciones presidenciales y parlamentarias de noviembre próximo, este debate llegó para quedarse, bien sea para concretarlo y algunos pocos para evitarlo.

En el libro "Sobre derecho, deberes y poder. Una nueva Constitución para Chile" , sus autores Genaro Arriagada, Ignacio Walker y este columnista buscamos contribuir a ese debate, necesario e ineludible.

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