El nuevo Jim Jarmush: ¿qué onda?




Es posible que Paterson llegue a ser el estreno más atrevido y también el más leve del año. Su atrevimiento es ir contracorriente. Y su levedad, que ronda incluso la ingravidez, representa prácticamente un portazo a las disociaciones, la violencia y los conflictos de esta época. Paterson quiere ser un remanso de paz. Pero, más que eso, es la mirada de su realizador, Jim Jarmush, a una idea de felicidad sustentada en la celebración de los momentos, coincidencias, verdades y emociones más simples de la vida.

Paterson -título de la película, y además el nombre del protagonista y de la ciudad donde reside en el estado de New Jersey- tiene mucho de canto al tono menor. La cinta sigue por ocho jornadas al personaje interpretado por Adam Driver en sus rutinas: se levanta temprano, lo hace con cuidado para no despertar a su mujer, desayuna ligero, va a trabajar, hace algunas anotaciones antes de iniciar su jornada, y maneja un bus de la locomoción pública donde se topará con gentes, situaciones y conversaciones inesperadas. De vuelta a casa, cenará con su esposa, que es linda, imaginativa, tontona y siempre anda inventando nuevos cakes y combinaciones en blanco y negro, y después sacará a pasear al perro, para cerrar finalmente el día con una cerveza en el bar cercano. Es todo. O casi todo. Porque con tan poco la vida de Paterson, que no tiene celular ni tampoco grandes proyectos, es plena y grandiosa: él y su mujer son felices como están y queda claro que en realidad él es más un poeta que un conductor de buses. En eso consistiría la felicidad: en mantener el alma abierta a las pequeñas intensidades del día, que al final son el gran insumo tanto de la dicha personal como de la poesía.

Obviamente que hay candor en esta percepción. Pero también hay riesgo porque el tono de estas imágenes -relajado y exquisito- intenta rescatar los mecanismos a través de los cuales las experiencias del día se convierten en la conciencia de Paterson en poesía. Viniendo de un cineasta que tiene mucha noche en el cuerpo, que ha estado desde siempre asociado al rock, que filmó esa imponente y desgarradora cantata al desarraigo y abandono que fue hace más de 30 años Stranger than paradise (aparte de Mistery train, Deadman, El camino del samurái y Flores rotas, entre otras) y que en un momento se convirtió en ícono de rupturismo ondero, Paterson es como venir de vuelta. Vuelta a las viejas lealtades, partiendo por las de esa ciudad, que fue la del poeta William Carlos Williams. Vuelta a la sencillez. Vuelta a entender que el arte es también una manera de conectarnos con la vida cotidiana. Jim Jarmush en versión zen.

Película encantadora y bonita, por cierto. Las dudas, eso sí, son dos. La primera es si el arte, el arte que nos conmueve y efectivamente nos interpela, pasa por estas beatitudes. Borges confesaba tener dudas acerca de que se pudieran escribir novelas en el infierno. Pero decía que no le cabía duda alguna de la imposibilidad de escribirlas en el paraíso.

La segunda duda es de credibilidad, porque el mismo cineasta que venía de sumergirse en las oscuridades vampíricas de Solo los amantes sobreviven, que por lo demás no era gran cosa, ahora se volvió angélico en Paterson. ¿Qué ocurrió? Es evidente que falta entremedio un eslabón de continuidad. Porque el cine no es pura onda sino también un espacio de coherencia.

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