Obama versus Netanyahu




El duro gesto de Obama contra el gobierno israelí de Benjamín Netanyahu al permitir una condena contra los asentamientos judíos en los territorios ocupados no revela la fortaleza de la administración estadounidense sino su debilidad.

El gobierno de Obama tuvo la oportunidad de hacer lo mismo que ha hecho ahora -abstenerse en el Consejo de Seguridad para facilitar la aprobación de la condena- en varias oportunidades. Por ejemplo, en 2011. O pudo hacer algo, hace tres meses, para condicionar la ayuda militar a Israel aprobada por la Casa Blanca por 38 mil millones de dólares por los próximos diez años. O pudo respaldar los esfuerzos de la Presidencia palestina para hacer valer su condición de Estado reconocido ante la Corte Penal Internacional y otras instancias.

Pero no hizo nada de esto ni hubiera podido hacerlo. Las consecuencias internas habrían sido demoledoras y el enfrentamiento internacional habría distraído mucha energía de zonas prioritarias. Por eso Obama ha esperado esta ocasión crepuscular, la de su agonizante mandato, para hacer un brindis al sol, dándose un gusto de conciencia. Además, dada la postura del entrante Donald Trump (que presionó a Egipto para que retirase la propuesta original de condena a los asentamientos, luego reemplazada por la iniciativa de otros cuatro países), este rifirrafe no supondrá una ruptura política con Tel Aviv.

Dicho esto, no es una mala cosa que Estados Unidos se haya permitido este tardío gesto. Los más de 600 mil colonos que se han instalado en Cisjordania y Jerusalén Este bajo el amparo de las políticas agresivas de Tel Aviv están volviendo inviable la salida que, en teoría, el propio Netanyahu apoya: la solución binacional, la convivencia de dos Estados. En la práctica, se está imponiendo la preferencia de Naftali Bennett, el jefe de Casa Judía, que no quiere ver la existencia de un Estado palestino (ni la igualdad ante la ley de los árabes israelíes y los judíos israelíes). Mientras vende a la comunidad internacional la idea de que sólo él puede contener al radicalismo de derecha de Bennett, Netanyahu se ha convertido, en verdad, en el ejecutor de su credo extremista.

De allí, precisamente, que gobiernos pro israelíes -por ejemplo el español- hayan votado a favor de la condena a Israel. Hace mucho rato que no tiene sentido alguno acusar de "enemigos de Israel" o, peor aun, de "antisemitas" a líderes y gobiernos que han dado a Tel Aviv -hasta el hartazgo- la posibilidad de actuar con sentido del derecho y la justicia ante los palestinos, bloqueando y contrarrestando el empeño de otros gobiernos, ellos sí enfrentados al Estado hebreo, por debilitar al gobierno de Netanyahu. Pero Netanyahu no ha dado muestra alguna de flexibilidad.

La razón es doble de su intransigencia: su propia convicción ideológica es un factor, desde luego, pero acaso tan importante como eso es su lectura maquiavélica de la radicalización a la que el miedo ha llevado a gran parte de la sociedad israelí. Netanyahu no actuaría como lo hace si no supiera hasta qué punto millones de israelíes ven en sus políticas un escudo protector y qué marginados están quienes quieren una salida negociada.

Todo indica que, a menos que Trump dé un improbabilísimo giro copernicano en esta materia, los próximos años serán negros para el Medio Oriente. Tel Aviv se sentirá protegido en su estrategia de hacer inviable al Estado palestino y, conscientes de ello, muchos palestinos -y árabes en general- serán tentados por las soluciones violentas.

Qué trágico que esto haya sucedido cuando Palestina produjo a un líder, Mahmud Abás, razonable y dispuesto a negociar.

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