Perú al Mundial, 36 años después




Es difícil, para quien no haya experimentado el drama en carne propia, entender lo que significa para los peruanos haberse clasificado -in extremis- al Mundial de Rusia 2018.

Decir que hace treinta y cinco años que el Perú no va a un Mundial (serán treinta y seis cuando arranque el certamen) no basta para expresar la humillación que ha significado para millones de peruanos que dos generaciones de ciudadanos no tengan noción alguna de lo que es ver a su país participar en él. Esa humillación tenía dos componentes. Por un lado, parecía confirmar todo lo que, en otros campos, especialmente el de la política y la vida institucional, iba mal. Por el otro, parecía compensar negativamente todo lo que iba bien: el salto económico de un país que en 1982, cuando la selección participó en un Mundial por última vez, estaba en seria decadencia y carecía de una clase media numerosa y ambiciosa, y que tres décadas después tiene una cualidad altamente mesocrática y codiciosa.

En ese lapso sin Mundiales, el Perú despegó económicamente de la postergación hasta situarse en mitad de la tabla, pero su política y sus instituciones retrocedieron. El país estaba escindido entre el desarrollo que le prometía su progreso económico y el subdesarrollo al que lo arrastraba su vida política. En ese forcejeo, el fútbol --improbable, extrañamente-- jugaba su rol, acaso no de un modo demasiado consciente. ¿En qué sentido? Era el fiel de balanza, el factor que podía inclinar al país psicológicamente en una dirección, la del desarrollo, o la contraria.

Por eso era tan trágico que al Perú le pasaran los Mundiales por el costado mientras sus vecinos acudían a ellos. Por eso era humillante que países cuyo fútbol había estado, tradicionalmente, detrás del peruano, como Ecuador e incluso Colombia, o con los que había una rivalidad estrecha, como Chile, superaran a un Perú que iba perdiendo la magia, la imaginación, en la cancha. Quedar rezagados -ser superados por los vecinos- en fútbol equivalía a que la balanza se inclinara del lado del subdesarrollo, del atraso. En cierta forma, implicaba que se inclinase del lado de la política (la mediocridad) en lugar de la economía (que progresaba y parecía poner al Perú en las inmediaciones del desarrollo).

El fútbol era para los peruanos mucho más que fútbol. Estar en los Mundiales y codearse con los grandes era acceder al estadio superior al que su afanosa economía y su creciente clase media parecía acercar al Perú; quedar fuera de los Mundiales era frustrar esa aspiración, despertar del sueño del desarrollo estancado en una realidad subdesarrollada.

De la mano de Ricardo Gareca, la selección peruana -y esos muchachos desacomplejados que han recuperado una antigua tradición de fútbol creativo, posicional, de toque fino, sin renunciar al juego físico cuando es necesario- ha conseguido algo más que colocar al país en Rusia 2018. No me refiero a que han contribuido a vengar una herida histórica o a desagraviar una humillación poco menos que nacional. No: apunto a algo más importante. Han neutralizado, aunque sea por un momento que parece una eternidad por lo intenso del logro, la sensación de que el país está, como su política, condenado a la derrota. Han inclinado, por un momento, la balanza hacia al desarrollo como aspiración materializable, como meta alcanzable. Es un efecto mental parecido al que, gracias a muchos años de progreso económico, ayudaron a tantos peruanos a superar la frustración de la pobrísima vida política del Perú.

Imagino que los neozelandeses a los que el Perú ha logrado derrotar en Lima no sospechan cuánto estaba en juego en esa importantísima cancha.

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