Pistas fantasmas




Uno de los aspectos menos ventilados del asesinato de Daniel Zamudio fue la investigación que dio con los culpables. La policía logró identificar a los asesinos sólo porque una joven sospechó de un amigo, ató los cabos sueltos y reunió las pruebas que luego entregó a las autoridades. Hasta ese momento la policía no tenía pistas, según cuenta Rodrigo Fluxá, en el libro Perdidos en la Noche. No es el único caso de relevancia nacional que se aclaró de esa forma. El de las desapariciones de Alto Hospicio fue resuelto gracias a que una de las víctimas sobrevivió al ataque, caminó en el desierto buscando ayuda y pudo identificar al asesino. El testimonio de esa niña desentrañó lo que hasta ese momento era un misterio. La autoridad había explicado el caso como el de un puñado de jovencitas pobres que habían huido de su casa tentadas por la prostitución. Eso fue lo que dijo un ministro, aconsejado seguramente por los investigadores. Y sin embargo estaban muertas.

¿Qué habría sucedido si los asesinos de Zamudio no le hubieran comentado el crimen a la joven que los denunció o si ella hubiera preferido no hablar con la policía? ¿Qué habría pasado si todas la víctimas del sicópata de Alto Hospicio hubieran muerto? ¿Por qué fue un equipo de periodistas el que logró ubicar a Paul Schäfer y no la policía? Quizás estos casos no sean representativos de una estadística global, pero no deja de inquietar cierto patrón.

Nuestra memoria histórica reciente está sembrada de crímenes sin resolver o con soluciones que en lugar de satisfacer con pruebas contundentes, alimentan la desconfianza: desde la muerte de Rodrigo Anfruns hasta el asesinato de Alice Meyer, desde el crimen de Mónica Briones al de Jorge Matute. El tiempo nunca termina de sepultarlos y la percepción de impunidad ha llegado incluso a ser parte de la cultura popular: dos teleseries recientes han utilizado lo que ya es un rasgo particular -la ineficacia de las investigaciones- para indagar en la espesa niebla de la sospecha y una novela inspirada en el secuestro de Anfruns resucita la historia de un crimen con más preguntas que certezas. Los últimos estallidos de bombas en Santiago repiten la historia y subrayan la sensación de duda, ahora aliñada por el muñequeo político.

En una entrevista a propósito del estallido de una bomba en un carro del metro Gonzalo Youseff , ex director de la Agencia Nacional de Inteligencia, indicó que la responsabilidad de que los bombazos continuaran no recaía en la labor de inteligencia. Youseff recordó en la entrevista el llamado caso bombas, desdeñó las críticas a la pruebas presentadas en ese proceso, entre ellas, un afiche de un grupo musical y aplaudió el trabajo de la policía -una de las mejores del mundo, según él-. Para el ex funcionario la justicia se equivocó dejando libre a los inculpados, por lo tanto, la razón del fracaso del caso bombas no había que buscarlas en la pobreza de las evidencias, sino en los jueces.

Los bombazos han continuado durante la semana, hasta el momento sin víctimas que lamentar y el debate se ha vuelto a concentrar en la ley antiterrorista y la carga política del asunto. Una discusión sin sentido que termina por ocultar una pregunta que nadie contesta:

¿Por qué los resultados de las investigaciones policiales son tan pobres y acaban transformándose en una pugna política? ¿Por qué pareciera que nunca terminamos de enterarnos quién mató realmente a Marilyn?

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