Prevenir la violencia en jardines: una reflexión sobre el modelo de cuidado




Esta columna fue escrita junto al académico Xavier Oriol Núcleo de Investigación en Educación UNAB.

Hace unos días, un nuevo caso de maltrato a niños de 2 años por parte de una técnico en educación parvularia, en una sala cuna, en Las Condes, estremeció a la opinión pública. Ante sucesos como estos todos tendemos a exigir una respuesta inmediata: mayor fiscalización y sanciones a los responsables, entre otras.

Sin embargo, no necesariamente la respuesta más rápida es la que podría generar una real solución a este tipo de problemática. Este tipo de situaciones son más bien un llamado de alerta que nos convoca con urgencia a generar una reflexión profunda respecto de la atención integral que requieren los niños en este período del desarrollo.

En este sentido, aquellos sistemas que han demostrado ser más eficaces para favorecer un adecuado desarrollo socioemocional y, por consecuencia, los aprendizajes y desempeño posterior, no ponen su foco de atención en tener mayor cantidad de salas cunas de mejor calidad. Más bien, entienden que los primeros años de vida son fundamentales para el desarrollo cognitivo y neurológico del niño y que ello depende, en gran medida, de la calidad de la relación afectiva que establezca con sus cuidadores principales, generalmente los padres.

De esta manera, quizás debiéramos plantearnos si tenemos políticas específicas que favorezcan la conciliación de la vida familiar y laboral, y qué repercusión tiene esto en la educación de los niños. Dado el estilo de vida exigente que llevamos actualmente, la existencia de una gran cantidad de salas cunas ha ofrecido una solución para los padres que necesitan contar con apoyo para el cuidado sus hijos.

Sin embargo, las largas jornadas que los niños pasan en las salas cunas, la proporción elevada de niños por cada adulto (16 niños de 2 a 3 años por cada técnico) y la poca inversión de recursos en calidad de los espacios, infraestructura y materiales, no son las condiciones laborales más adecuadas para favorecer una relación afectiva de calidad entre educadores y niños. Más bien son factores de riesgo para la salud mental y bienestar del personal educativo, lo cual dificulta enormemente que puedan reaccionar en forma apropiada ante las distintas demandas y situaciones cotidianas que implica el cuidado de niños de esa edad.

En conclusión, no basta con tomar medidas enfocadas en solucionar sólo los casos que llegan a ser noticia y que probablemente son tan sólo una punta de iceberg. La solución tampoco pasa por sólo dar indicaciones a los padres para identificar situaciones de maltrato, que por lo demás son muy difíciles de detectar a estas edades tan tempranas (los cambios psicológicos y conductuales que pueden presentar los niños pueden deberse a múltiples variables).

En realidad, debiésemos plantearnos la necesidad de contar con un sistema enfocado en la prevención de la violencia y la promoción del bienestar y salud mental. Es decir, enfocarse en los factores protectores en las primeras edades para evitar que se produzcan este tipo de situaciones, además de tener claridad respecto de los factores de riesgo, asegurando el cumplimiento de los protocolos establecidos para los casos en que esto igual llegue a ocurrir.

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