El programa económico de Sebastián Piñera




Hay preguntas que son fundamentales a la hora de evaluar la orientación de los programas presidenciales en materia económica: ¿se considera a la economía como un medio para alcanzar ciertos objetivos de bienestar o como un fin en sí misma?; ¿el crecimiento, a quién debe beneficiar? A esas preguntas el programa económico de Sebastián Piñera, dado a conocer el 18 de octubre, contesta por escrito en parte de manera "no tradicional" para su sector político. Este siempre ha considerado al crecimiento de la economía como un fin que se sobrepone a cualquier otro en la acción gubernamental, al punto que la mayoría de sus partidarios justifica hasta el día de hoy una dictadura de 17 años "porque hizo crecer la economía", expresando su desdén por la democracia y los derechos fundamentales, que son valores que debieran ser muy preciados en sí mismos por todos. Dicho sea de paso, reiteremos que lo del mayor crecimiento no es cierto, pues la economía creció menos en 1974-89 (3,47% promedio anual) que en 1950-1973 (3,78%) y mucho menos que en 1990-2016 (4,82%).

En esta ocasión, el programa piñerista sostiene que su propósito es iniciar una "Segunda Transición hacia un país verdaderamente desarrollado y con alta calidad de vida para todos", dejando de lado el discurso unívocamente centrado en el crecimiento del PIB por habitante, Y también la teoría del chorreo, según la cual lo que importa es que todos aumenten sus ingresos, aunque los poseedores del capital lo hagan mucho más que los otros miembros de la sociedad, por lo que la distribución del ingreso no sería demasiado importante. Incluso, el texto de la campaña  menciona expresamente que se propone "que Chile alcance un alto nivel de desarrollo humano" y mejorar "sustantivamente la distribución del ingreso".

Sólo que las costumbres son difíciles de dejar de lado. En su conferencia de prensa, Sebastián Piñera no pudo dejar de decir, más allá de la nueva retórica "progre" de su programa escrito (onusista, diría Eugenio Tironi), que de lo que se trata "es que al año 2025 Chile sea un país desarrollado, sin pobreza y con verdaderas oportunidades y seguridades para todos". En realidad, él y su equipo siguen pensando no en el bienestar efectivo de la mayoría social sino  en el viejo PIB por habitante como madre de todas las batallas,  cuya expansión proveería "las oportunidades para todos" y se obtendría mediante seguridad jurídica y reglas del juego estables. En castellano, reglas protectoras de los intereses del capital corporativo que ojalá sean inamovibles, sin consideración de sus consecuencias sociales y ambientales. Sigue existiendo una visión que no se compromete con mayor igualdad efectiva ni con mayores derechos que la mayor prosperidad prometida pudiera sustentar. Las palabras "derechos sociales" o bien "sustentabilidad ambiental" no están ni en la versión escrita ni en la oral de su programa. Y si bien se escribe que el crecimiento es condición necesaria pero no suficiente del desarrollo, acto seguido no se hace referencia alguna a ambos aspectos, salvo para proponer medidas de desregulación laboral o ambiental. 

La referencia esencial al PIB por habitante como medida canónica del desarrollo sigue presente. Ya el 4 de noviembre de 2010, como presidente, Piñera había presentado una agenda "para que Chile sea un país desarrollado en el 2018". Y dado que las élites dominantes chilenas son lo que son, incluso se llegó a plantear la ridícula idea de que si alcanzábamos en algún momento el PIB por habitante de Portugal (el más bajo de la OCDE antes de la crisis), entonces ya seríamos un país desarrollado. Y nada de estar considerando indicadores de cohesión social a conseguir ni de umbrales universales de bienestar a alcanzar. El esfuerzo por ampliar la retórica (¿pensando en la segunda vuelta y buscando votos más allá de la derecha?) no es en realidad una nueva visión conceptual, sino lo mismo de siempre. Dicho sea de paso, el PIB por habitante de Chile es en 2016 de 24,1 mil dólares y el de Portugal de 28,9 mil dólares. La brecha pasó de 0, 7 a 0,8 desde 2010, lo que no quiere decir gran cosa en materia de bienestar comparado de ambas sociedades, en especial en el terreno de la educación, los derechos sociales y la desigualdad de ingresos.

Tampoco se cambian los estilos, empezando por la costumbre de la descalificación fácil. En el programa escrito de Piñera se presenta un negro panorama económico de supuesta decadencia de Chile en solo tres años, la que necesitaría de un mesiánico salvador (él mismo). Promete Piñera que mágicamente, en un hipotético nuevo gobierno suyo, se va a duplicar el crecimiento del PIB en comparación al de la actual administración. Nadie puede racionalmente sostener semejante previsión: los que tanto critican el populismo están cayendo en la promesa de carácter insustancial sin ruborizarse. Se podrá comprometer esfuerzos para acelerar el crecimiento, lo que tampoco es el caso, y estaría muy bien. Pero prometer duplicar la tasa de crecimiento de la economía no es más que una nueva pirueta de Piñera. La dinámica económica es reconocidamente multifactorial y crecientemente incierta en un mundo en el que los riesgos de crisis políticas, económicas y ambientales son mayores que en el pasado reciente, lo que debiera llevar a más prudencia en lo que se promete o pronostica.

Es cierto que la economía mundial está mejorando en el corto plazo y, cualquiera sea el nuevo gobierno, el crecimiento de Chile se va a robustecer, en lo que más o menos todo el mundo coincide. Y los que miran los datos no dejan de reconocer el enorme impacto en la inversión agregada del colapso de la inversión minera desde 2013, lo que ciertamente no hace el programa de Piñera. La inversión minera va ahora a repuntar, pero en proporciones que desconocemos.

Por nuestra parte, sugerimos que, más que otros indicadores, se considere para evaluar a un gobierno en materia de crecimiento si se van cerrando o no las brechas con los países más ricos. En el promedio de los cuatro años del gobierno de Piñera (2010-13), el PIB por habitante de Chile representó el 47,7% del PIB por habitante del Grupo de los siete países de más ingresos (G7), mientras en los tres años transcurridos del gobierno de Bachelet II (2014-16) la proporción ha sido en promedio de 49,3%, según los más recientes datos del Fondo Monetario Internacional. Si se compara el PIB por habitante de Chile con el de Estados Unidos, la mejoría es semejante, pasando de 41,2% a 42,0% del mismo entre ambos períodos. Visto desde el ángulo mencionado, no se puede sino afirmar que ha habido una leve mejoría en el cierre de brechas. Quien escribe estas líneas ha sostenido que la política económica de Rodrigo Valdés-Rodrigo Vergara (futuro ministro de Hacienda de Piñera, al parecer) no fue suficientemente contracíclica y que se podría haber crecido más sin desequilibrar la economía. Pero de ahí al apocalipsis descrito en el programa de Piñera hay varios saltos en el aire.

Más allá de la retórica, Piñera no propone nada concreto para acelerar el crecimiento, salvo no hacer un ajuste fiscal brusco, pues plantea un horizonte de nada menos que de seis a ocho años para alcanzar un equilibrio fiscal estructural (¡en dos gobiernos más!). Lo que, por otro lado,  es más bien razonable, dados los márgenes fiscales de los que dispone la economía chilena y que deben usarse para un mayor crecimiento, en especial aumentando la inversión pública. Solo que se promete una política fiscal más laxa que la del actual gobierno, lo que no da para la afirmación rimbombante de que "se ha deteriorado fuertemente la responsabilidad fiscal". El problema ha sido que Chile ha crecido menos que su potencial, y recaudado menos, entre otras cosas por los dos años seguidos de caída programada de la inversión pública por Rodrigo Valdés y por la ausencia de impulso monetario para impedir, entre otras cosas, la caída de la construcción, programada por Rodrigo Vergara.

En el programa económico de Piñera hay sobre todo más de lo de siempre desde la perspectiva de la derecha. En primer lugar, nuevos regalos fiscales a los más ricos, retrocediendo en la desintegración parcial del impuesto a las utilidades de las empresas y del impuesto a la renta (recordemos que en Estados Unidos y Europa la desintegración es total). En segundo lugar, "posibilitar los pactos individuales de adaptabilidad laboral" y "perfeccionar los vacíos y problemas de la reforma laboral (grupos negociadores y definición de servicios mínimos)", es decir, en castellano, debilitar aún más la negociación colectiva y a los sindicatos. Y ni hablar de la mantención cabal del sistema de AFP y el de Isapres, junto a paralizar los avances en gratuidad educacional, que tanto alivio podría proporcionar a los sectores medios y estímulos a la prosperidad colectiva en el largo plazo. En lo sustancial, Sebastián Piñera no propone nada que disminuya las severas brechas de bienestar que existen en Chile ni disminuir la depredación ambiental ni la falta de innovación, aunque el lenguaje utilizado por escrito procure acercarse algo a la idea de prosperidad compartida y sustentable, que es a la cual Chile debiera avanzar.

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