¿Qué es la rutina?




Para un hombre bala, volar por el cielo.

Para un hombre rana, nadar con ballenas.

Para un hombre lobo, la luna llena.

Está escrito, no importa lo que hagas, estudies o ejerzas, invariablemente todo se puede teñir de un gris tedioso, predecible y desganado porque, con su cara de barrote, la rutina es un virus contagioso que te infecta de la casa a la pega y de la pega a la casa o en la misma taza de café que revuelves cada mañana, en el enésimo clip que retuerces sobre tu escritorio, en el diario online que ojeas en la oficina antes de que llegue tu jefe y en el juego que llevas en tu celular con la esperanza de que te regalen más vidas virtuales para escapar de la real.

El diccionario la define como una costumbre inveterada y el hábito adquirido de hacer las cosas sin pensarlas. La masa, en cambio, como un sicario que destripa matrimonios, carreras y buenas intenciones sin mirar sexo, religión ni condición. El casado con hijos chicos, cansado de pañales y el desvelo presente, añora la fiesta pretérita. El soltero se agota de tanta juerga, jaqueca y cama ajena. Otros, en cambio, apuestan sus fichas al fin de semana, esperando que aquellas nano vacaciones de dos días sean la salvación del hartazgo cotidiano pero, claro, el asado del domingo, la pichanga pelotera y, sobre todo, el paseo por el shopping center, rapidito se convierten en otra costumbre inveterada y de liquidación.

Para un remolino, esperar el viento.

Para un culpable, su conciencia.

Para el imberbe, nada.

Para el ansioso, todo.

Fernando y Pía eran una pareja exitosa. El, corredor de bolsa tan rápido como araña de rincón, supo trepar a punta de codazos ponzoñosos y buenas decisiones. Ella, subgerente de marketing en un banco internacional. Juntos tenían todo lo imaginable: autos (un 4x4 para él y un descapotable para ella), un loft en el barrio más chic de Santiago, la admiración y envidia de sus pares, vacaciones en Europa, Nueva York y el sudeste asiático, es decir, a los 30 años ya no tenían nada en qué soñar.

De a poco, el bar de moda, los eventos exclusivos (a los que siempre estaban invitados) y hasta los restaurante pitucos comenzaron a parecerles aburridos. Las acciones de Fernando se desplomaban y la joven promesa bursátil se convirtió en una errática, deprimida y triste realidad. A Pía tampoco le empezó a ir mejor, en cada reunión de pendientes y proveedores estaba de cuerpo presente, pero con el seso ausente.

Antes de que la infidelidad se convirtiera en una salida y la separación en un hecho, pensaron darles a sus vidas un giro de perinola con la ilusión de que saliera "todos ganan". Recordaron la última vez que se sintieron plenos y para eternizar esas vacaciones idílicas en el lugar más celestial en el que habían estado, sacaron sus ahorros del fondo mutuo para  vivir felices comiendo perdices, langostas y camarones en una playa de Centroamérica.

Compraron un complejo de cinco cabañas con un pequeño restaurante, contrataron mucamas, mozos y un barman exótico y simpaticón. Apostaron a un menú de felicidad y el negocio iba bien, mucho mejor de lo esperado y aunque los primeros meses se dejaron revolcar por una ola dichosa, luego de un año con tanta arena, sal, calor, insolación, curados catetes, el baño que se tapó y la mucama que nuevamente no llegó, el paraíso se convirtió en un infierno y la playa de sus vidas, nuevamente se inundó con una marea de rutina salobre, espumosa y turbia.

Para un comprador compulsivo, llenarse de cachureos.

Para un basurero, lo que ya no quieres.

Para el borracho, el concho de un vaso.

Para la justicia, tener paciencia.

 Hasta que una mala mañana el cielo se puso morado, el horizonte espeso y el viento sufrió un ataque de tos. El huracán sopló con rabia, las cabañas volaron en pedazos, el bar también y Fernando y Pía quedaron sólo con lo puesto. Una culpa de letra chica hizo que el seguro se hiciera el leso (curioso, lo habían tomado en el mismo banco donde trabajaba ella). Pensaron volver a Chile, pero decidieron levantarse y hoy ya no tienen mucamas, mozos y ni siquiera un barman, ellos solitos hacen las camas de las dos cabañas que levantaron a puro ñeque. En la noche ella cocina, él sirve los tragos y apenas les alcanza, pero cada noche después de vivir un reto, se sientan bajo las estrellas, ella toma un té, él una cerveza y se abrazan dando las gracias.

Aunque algunos sienten la rutina como un pasamanos para caminar firmes y tranquilos, la mayoría trata de evitarla y si no lo logran, es porque olvidan que el antídoto para esta enfermedad casi terminal viene en pequeñas y simples dosis como un verso, ya que como alguien escribió por ahí: "La trampa de la rutina se desarma, mirando excepcionalmente lo no excepcional".

Para un doble de riesgo, salvar el pellejo.

Para un relojero, resucitar el tiempo.

Para una matrona, la vida.

Para el funerario, la muerte.

Para un columnista, 4.900 caracteres.

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