Reality show




Cuando se googlea el nombre de Linkin Park lo que más destaca en la biografía son las cifras y récords antepuestos a sus cualidades artísticas, para sugerir categoría como una de las grandes bandas del nuevo milenio, en esta época con rock de escasa iniciativa. Luego se resalta una supuesta versatilidad, que se intuye más bien como puro olfato para rastrear dónde están los gustos adolescentes del momento. Así Linkin Park ha transitado desde la vilipendiada casilla nü metal hasta corrientes más cercanas a la electrónica masticable (la manida fórmula de la Electronic Dance Music), y un pop rock de tintes sufridos. Pero lo que nunca varía y que finalmente resalta en su material y presencia escénica, es la emotividad sobreactuada propia de la era reality y la generación millenial.

Anoche esos elementos fueron expuestos en el Movistar Arena casi repleto a pocos días del estreno del séptimo álbum One more light, con fecha para el 19 de mayo. En vivo todo funciona en torno a los líderes Mike Shinoda, el verdadero cerebro tras el conjunto de California, y el vocalista Chester Bennington, un intérprete que privilegia la melodía con un resabio que recuerda a las boys band. El resto de los músicos son mera comparsa para unas canciones que resultan más rabiosas cuando se trata de revisitar sus primeros éxitos, y notoriamente melosas y bailables cuando se acercan a los últimos títulos.

Tras cuatro temas más bien tibios que no provocaron mayor reacción, el primer rugido en el Arena llegó recién al turno de One step closer, el éxito de su debut Hybrid theory (2000) que Bennington dice odiar. Solo ahí se pudo apreciar con cierto protagonismo el sonido del discretísimo guitarrista Brad Delson, un tipo que rasguea su instrumento con la energía de un chico tocando en la playa al atardecer. En términos instrumentales no cabe mucho más que decir: batería de golpe amortiguado y un bajo confundido con los abundantes teclados y bases, los verdaderos elementos en los que se sostiene el sonido de Linkin Park.

Adelantaron algunos temas nuevos como Talking to myself, la primera de la noche, la coquetona Battle symphony e Invisible, que Shinoda escribió pensando en sus hijos cuando a futuro sean adolescentes y se enojen con él y le digan que lo odian cerrando la puerta del dormitorio de un golpe para luego sumergirse en su dolor, con música a todo volumen en los audífonos. Por cierto, una canción pegajosa que perfectamente podría haber formado parte del último álbum de Taylor Swift 1989 (2014).

No deja de ser interesante que más allá del amor filial, el líder de Linkin Park ya piense en cómo encantar a nuevas generaciones con una mezcla de sonidos y ritmos que no se casan con nada, sino ansiosos de alianzas y acuerdos como un partido político de centro que pretende aunar consenso para convocar.

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