¿Salir del cuerpo?




La discusión relativa al proyecto de identidad de género se ha vuelto particularmente trabada. Esto ocurre en parte porque involucra aspectos emocionales que no pueden ser pasados por alto, y en parte también porque se ha instalado una doxa favorable al proyecto que tiende a negarle a priori legitimidad al punto de vista contrario. Así, no es nada de raro que los adjetivos (cavernario, carcamal, intolerantes y todo el campo semántico conexo) hayan ido reemplazando a los argumentos. En esa lógica, las diferencias no son propiamente discutidas, sino moralizadas (y psiquiatrizadas).

Con todo, es difícil negar que -en su estado actual- el proyecto presenta deficiencias serias que no son desdeñables. Legislar bien supone asumir los asuntos desde una perspectiva más integral que parcelada, y en ese plano algunas fallas saltan a la vista. La noción de género, por ejemplo, no está definida (y, de hecho, termina confundiéndose con el sexo). Además, no se presta ninguna atención a los evidentes problemas colaterales que implica autorizar a las personas a cambiar su sexo registral y su partida de nacimiento (como si nunca hubieran nacido como nacieron). Esto afecta directamente cuestiones tan variadas como deporte, salud, pensiones y filiación; todo esto sin mencionar cuán problemático resulta el caso de los niños. El mar de indicaciones que ha tenido el proyecto en su tramitación no es síntoma de obstrucción parlamentaria, sino que representan más bien un esfuerzo por no tomarse las cosas a la ligera. Por lo mismo, la urgencia impuesta por el Ejecutivo fuerza la precipitación: la única certeza es que de allí no saldrá una buena ley. El primer error de Felipe Kast es haberse prestado para la frivolidad oficialista, que busca ganar un punto más que resolver adecuadamente una cuestión delicada.

Pero, en rigor, el problema conceptual es bastante más profundo. La tesis que subyace a este proyecto es que nuestra identidad está desvinculada de nuestro cuerpo, como si éste fuera un añadido incómodo del que podemos liberarnos. Así, no se considera debidamente que las cuestiones de identidad sexual no pueden resolverse atendiendo a la pura individualidad, pues tienen efectos en otros (sí, la sociedad existe, y la diferencia sexual es una de sus articulaciones mayores). Por lo mismo, la referencia exclusiva a la autonomía está condenada a ser insuficiente, porque no capta fenómenos indispensables para comprender lo humano.

El liberalismo (y aquí reside el segundo error de Felipe Kast) no tiene por qué adherir a la utopía de una antropología desencarnada que remite a Foucault.

Eso implica perder su riqueza, que pasa justamente por valorar la autonomía sin desconocer sus limitaciones. Mientras no comprendamos esa dimensión del problema, seguiremos encerrados en una discusión de sordos que ni siquiera nos permite saber bien de qué estamos hablando, más allá de las etiquetas que -con tanta delectación- vamos colgando en quienes no piensan como nosotros.

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