Self-made dog




(De Resistencia, Chaco, donde los patos caen asados a la hora de la siesta, me traje esta historia que, cuando se la conté, Magdalena me pidió hacerla columna.)

Todos los pueblos se parecen en su chatura, hasta que miramos debajo de la cascarita de esa quietud aparente y aparecen romances tórridos, crímenes indecibles y singularidades extraordinarias. Este cuento, sin duda, pertenece a esta última categoría.

Supongo que cada vez que alguien narra la historia de Fernando le saca y le agrega a su pinta, acomodando un poco los hechos al efecto dramático y a mantener la tensión hipnótica de la audiencia (como todos, bah). Eso sí, cada vez que algún resistenciano la cuenta, saca pecho y pone los ojos tiernos como un perro. Porque, claro, no les dije, Fernando era un perro. Nadie sabe muy bien cómo llegó, pero todos coinciden en que allá por fines de los cincuentas, un quiltro lanudo y blancuzco, de esos que cuesta encontrar en los pósters de las veterinarias porque son mitad calle y mitad avenida, acompañaba a todos lados al músico de boleros Fernando Ortiz, que, según dicen, lo había adoptado ya de cachorro.

A Ortiz, forastero, lo dejaron hospedarse en una pensión con una condición:

-"Siempre y cuando respeten las horas de siesta: vos no cantás y el perro no ladra".

Fernando acompañaba a Fernando a bailes y kermeses y dicen que allí fue que desarrolló un oído finísimo. El perro, no el bolerista.

El perro Fernando solía echarse en el escenario junto a su dueño, y cada vez que el cantante no le embocaba a una nota en la guitarra, <strong>Fernando levantaba rápidamente la cabeza y lo miraba fijo, como retándolo. Si desafinaba, directamente pegaba un aullido, y se levantaba y se iba, ofendido.</strong>

Primero pensaron que era por casualidad, pero los pueblos tienen hambre de leyenda y conforme iban viniendo cantores, conjuntos y rascatripas a cuanta peña se organizara, Fernando, el perro, repetía su conducta de aprobación o de condena. El público iba respondiendo a la crítica con una fidelidad invertida y llegó a ser el caso en el que, si el cantor no llenaba el gusto musical de Fernando, la gente se iba con el perro, dejando el recinto vacío y al pobre cantor solito y rumiando un verso que nadie iba a terminar de escuchar.

Así, lapidario en deschavar cada furcio, Fernando supo ser más relevante que el crítico del diario, que a la mañana siguiente no se atrevía a desdecirlo. Su presencia era considerada un honor, especialmente para las fiestas y si el quiltro te visitaba, lo fanfarroneabas toda la semana. Como entraba y salía de cualquier casa, la gente lo invitaba a comer (siempre en la mesa, el perrito no te comía del piso) y le ponía discos. Fernando le movía la cola a Mozart, pero le ladraba a Wagner.

Mempo Giardinelli, nacido y criado en Resistencia, cuenta una muy buena: parece que por la Navidad del '57 o el '58, recaló en la ciudad un pianista polaco de apellido Paderewsky. Se trataba del evento cultural del año, se imaginarán. Todo el mundo se calzó los brillos y lo fue a ver al cine-teatro Step, el Colón de la ciudad, donde el músico iba a mandarse un buen paseo por las partituras más célebres. Sale el polaco al escenario, aplausos de rigor, y detrás de él, Fernando. Los organizadores ya le habían explicado al visitante que el quiltro iba sí o sí, a lo que Paderewsky no le quedaba otra que sacudir la cola del esmóking, tomar posición en la banqueta y empezar con el tecleo.

Parece que promediando una sonata de Beethoven, Fernando paró las orejas una vez, mirando fijo al pobre polaco, que siguió impertérrito con su fraseo. Al rato, de nuevo: Fernando le pegó una mirada desde abajo del piano "como diciendo oiga, la está pifiando". Entonces el polaco se detuvo, se inclinó un poco y dijo en un castellano crocante: "Tiene razón, equivoqué dos veces". El concierto terminó en ovación, bises y en que Fernando se fue temprano, porque esa noche tenía "dos casamientos y un cumple de quince".

Convertido en socialité, Fernando se levantaba temprano, atravesaba la plaza en diagonal y entraba campante al Banco Nación para desayunar todas las mañanas con el gerente. Dos cafés con leche y seis medialunas en una mesa pituca, mientras uno leía en el diario los avatares del peronismo y el otro lo miraba por encima de sus propios lengüetazos.

Pero codearse con artistas y gerentes no le despintaron su sentido de clase. Una vez, durante un conflicto que terminó en huelga, el sindicato de madereros cortó la avenida Sarmiento con un piquete. Como la cosa se puso espesa, la policía recibió orden de reprimir. Guapo como era, Fernando se metió en la trifulca. Palo va, palo viene, los huelguistas terminaron en cana, perro incluido. Así es, entonces, que en la comisaría de Resistencia hay una foto de Fernando con el cartelito con el número 000001 abajo, por ser el primer perro arrestado de la provincia del Chaco. Fernando, el perro piquetero.

Cuando murió (apareció quietito una mañana del 28 de mayo del '63, a la entrada del Banco Nación), toda la ciudad lo lloró. Los comercios bajaron sus cortinas. Las casas cerraron sus persianas. La banda municipal tocó marchas fúnebres. Fernando hoy tiene dos esculturas en la ciudad: una, en La Casa del Arriero, donde frecuentaba con los artistas; la otra, en la esquina de la Casa de Gobierno, donde se lo puede ver de espaldas al edificio fiscal, o como lo precisa Giardinelli "mostrándole el culo al poder".

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