Súper buena onda




Sebastián Piñera dijo, durante el lanzamiento de su campaña, que había que volver. Desandar camino, escapar del caos en el que estamos consumidos y reencontrarnos con algo llamado "principio de autoridad", una antigua costumbre que separaba claramente las aguas entre quienes habían nacido para hacer preguntas y quienes debían sentirse obligados a responderlas. Los chilenos, parecía decir Piñera, nos habíamos rendido al encanto de buscarle la quinta pata al gato, azuzados por odiosidades enfermas, alimentadas, ni más ni menos, que por sus adversarios políticos. En lugar de conformarnos con la comodidad que brinda el mero hecho de acatar, nos estábamos crispando los nervios exigiendo explicaciones, sobre flujos de dineros que no nos conciernen. Así no se llega a ninguna parte. ¿Qué pasó con ese país en donde la amistad cívica estaba por sobre la obsesión enfermiza por la transparencia? ¿Por qué no volver a ese tiempo en el que los políticos bailaban en la Teletón para limar asperezas y representar su compromiso con la ciudadanía? Años entrañables, cuando nos conformábamos con tan poco. Si alguien le pinchaba el teléfono a un senador y luego se revelaba una conversación pública por televisión, no se trataba de espionaje, sino de un radioaficionado de uniforme que por coincidencia sintonizó la charla inapropiada. Luego la grabó y se la mandó justo a la persona de la que el senador hablaba. Cosas que pasan. ¿Para qué hacerse mala sangre? Esa amistad cívica en extinción es la que el ahora oficialmente candidato Sebastián Piñera busca recobrar. Lo hace con pasión, apuntando justamente a la Presidenta -quien jamás ha hecho declaraciones en su contra, ni contra su familia- como la responsable de una debacle histórica. La principal de todas las hecatombes para él parece ser la educacional. Una elección curiosa para un ex presidente cuyo primer ministro en la cartera de enseñanza propuso como política pública estrella la instalación de semáforos que indicarían el nivel de calidad de los establecimientos municipales. El mismo sistema que usan los estacionamientos para avisarles a los conductores la cantidad de espacio disponible.

Lo que buscaba una y otra vez Sebastián Piñera en su discurso del martes era fijar un pasado de bordes definidos por su mandato y dejarlo establecido como un período de ensueño al que era necesario retornar. Puso en escena una especie de ejercicio vintage, emparentado con el ya legendario Make America great again de Donald Trump. En este caso, el mascarón de proa era el crecimiento económico que alcanzó el país durante su período como presidente. El ex presidente y ahora candidato describió un paisaje a la carta, seleccionando los elementos que le servían y olvidándose del relato total de los hechos que incluyen una larga lista de fracasos y un nutrido grupo de colaboradores indagados por la justicia. El clímax de esa memoria editada descansó en la metáfora predilecta de los economistas: la competencia deportiva. Todo consiste en llegar antes, ser primeros, liderar, dejar atrás al resto de Latinoamérica y lograr los aplausos del mundo allá afuera. La satisfacción descansa entonces en disfrutar un triunfo solitario. Los podios no están hechos para todos, tampoco son espacios de bienestar común, sino poco más que áreas perimetrales de goce individual o para compartir entre algunos afortunados. En ese esquema tiene lógica que en lugar de hablar de educación pública, el candidato escoja hablar de liceos emblemáticos y de excelencia. La retroexcavadora -una imagen que el senador PPD Jaime Quintana le regaló a la derecha- es el cuco del que hay que escapar por la puerta trasera, un camino directo al gobierno de excelencia que -según se desprende de las palabras de Piñera- no supimos valorar en su momento.

El problema con la estrategia vintage del discurso de Piñera es que los límites de ese pasado, en donde supuestamente se caminaba rumbo al éxito, lejos de estar bien demarcado, se confunde con otras rutas. Así lo entendió el público asistente cuando coreó con energía el apellido Pinochet después de gritar ¡Viva Chile! Los malos entendidos crecen cuando a la frase Buena Onda -el eslogan del lanzamiento- se le superponen los agradecimientos especiales que Piñera dio en su discurso a dos presidentas de partidos -Alejandra Bravo y Jacqueline van Rysselberghe-, cuyas intervenciones públicas han estado marcadas por declaraciones sarcásticas, ofensivas y dañinas no sólo contra sus adversarios políticos, sino también contra grupos de ciudadanos que parecen molestarlas con su sola existencia. Ni qué hablar de la sombra de los correos electrónicos de SQM y las pesqueras que se ciernen sobre ambas.

En su nueva campaña, el ex presidente promete un futuro que consiste en dar marcha atrás hacia un pasado que nos espera con más deberes que derechos. Retornar a un momento y un espacio de ensueño, los años del orden y la eficiencia, cuando la realidad era definida por el entusiasmo de las autoridades en el poder y no por el descontento cotidiano de los gobernados. 

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