Temporada de patos




Cualquiera que sea la apreciación que se tenga de su desempeño, siempre habría que empezar por decir que a Nicolás Eyzaguirre se le encomendó una misión casi imposible: proponer una reforma sobre la cual no hay acuerdo ni fuera ni dentro del gobierno. Es decir, un acuerdo real, definido y preciso, no un grupo de generalidades. Estas últimas cosas siempre están más cerca de las consignas que de los proyectos viables, más cerca de las campañas que de los programas.

Eyzaguirre fue convocado al Ministerio de Educación para construir una reforma que no existía.

A diferencia de la propuesta tributaria, que, mejor o peor, había sido estudiada y definida, la educacional no era más que un paquete de ideas cuyo móvil central era un cambio de paradigma en el modelo vigente, con una gradualidad y un ritmo que superarían el cuatrienio actual.

Su tarea era construir esa reforma. Pero nada más asumir, el ministro se vio rodeado por las sospechas de sus interlocutores, y en particular de los estudiantes, que interpretaron sus reuniones como actos de ambigüedad y dilación. Se lo acusó de dar la razón a todos y no pronunciarse por nada, justamente cuando lo que debía hacer era escuchar y no emitir opiniones apresuradas. Esta presión pública podría haber sido tolerable. Pero para ello necesitaba el respaldo de La Moneda. No fue así. A la inversa, la tenaza se cerró desde Palacio, que exigió al ministro proponer sus primeros proyectos dentro de los primeros 100 días y meter algunos de ellos dentro del discurso presidencial del 21 de mayo.

Por el otro lado, el ministro leyó mal los datos de marzo. Para entonces había caído, antes de asumir, la subsecretaria designada, militante de la DC, y nadie se preocupó de que ese partido tuviese una presencia relevante en la cúpula del ministerio. Por alguna razón que algún día será esclarecida -¿una orden, una instrucción, una interpretación?-, el ministro entendió que su primera prioridad era controlar y seducir al movimiento estudiantil, lo que se reflejó en la constitución de su grupo de asesores, autores evidentes de los catastróficos proyectos iniciales.

Ambas cosas ya no pueden ser atribuidas a las confusiones propias de la instalación del gobierno. En conjunto, muestran una sensibilidad política escasa, por no decir embotada, respecto del clima que iban a producir. ¿Era un misterio que muchos sectores, por no decir todos, pelearían por sus derechos adquiridos, sus expectativas y sus intereses? Nadie puede sostener esto con una mínima seriedad. Si el ministro no lo percibió, entonces el problema de sensibilidad está de su campo; si la situación le fue impuesta, debió maniobrar con la astucia que su importancia le permitía, entre los boquetes de las generalidades, buscando minimizar la resistencia y el daño.

Pero esta es la historia pasada, ya sin vuelta. ¿Qué sigue?

Lo que hace suponer que el problema radica en el lado de Eyzaguirre -y en su equipo- es la catastrófica entrevista que dio al rector de la UDP (institución regulada por el mismo ministerio), Carlos Peña, en El Mercurio, un despropósito en toda la línea, que culminó con una inelegante expresión de respaldo con cinco ministros y unas confusas e inverosímiles contramarchas posteriores. Este incidente hizo retroceder la credibilidad del ministro mucho más atrás de la que tenía en el poco auspicioso mayo.

La percepción de un rumbo desastroso no es especulativa. La constatan las reiteradas dudas sobre la estabilidad del ministro y los propios refuerzos -siempre sospechosos- ofrecidos desde La Moneda. Como es bien sabido, la permanencia de un ministro depende del inestable equilibrio entre el costo y el beneficio de su credibilidad pública. Hay un momento para cometer errores -propios o forzados- y otro para repararlos.

Al día de hoy, Eyzaguirre está al borde de sobrepasar ese equilibrio. Mientras sea dramático para el gobierno mantenerlo en su cargo, porque de otro modo entraría en crisis la idea misma de una reforma estructural, estará protegido por la necesidad política. Si se torna dramático poner la reforma por sobre su debilidad política, el gobierno hará lo que hacen todos los gobiernos.

Quién lo habría dicho. Hace sólo cuatro meses, cualquier análisis conducía a suponer que el ministro de Educación sería la piedra angular de la segunda administración Bachelet y, por tanto, la figura más fuerte del gabinete, en conjunto con el ministro de Hacienda, Alberto Arenas. Ya nada de esto está en pie: ambos, uno más que otro, están a tiro de los cazadores. Y como no hay motivos para culpar a los que acechan en el bosque -la oposición, los estudiantes, la agitación, los anarquistas-, empieza a abrirse la temporada de patos acerca de la configuración del gobierno.

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