Un mundo nuevo




EL FRACASO de la aventura electoral de Ricardo Lagos abre una serie de interrogantes decisivas para nuestro futuro. Más allá de sus esfuerzos programáticos (y de la pusilanimidad de tantos socialistas), su candidatura nunca logró ser algo más que el sueño de una elite nostálgica de la Concertación. Si se quiere, la transición fue un período caracterizado por la disciplina que las circunstancias impusieron a las fuerzas políticas. Esto generó éxitos difíciles de negar pero, al mismo tiempo, produjo en las dirigencias políticas y económicas una ceguera respecto de los cambios profundos que vivía el país. Son dos caras de la misma moneda, que resulta inútil tratar de separar.

Los profetas de los nuevos tiempos fundan su discurso en el rechazo total de la antigua lógica, y su lirismo les impide percibir cuánta ambivalencia hay en su propuesta. Así, mientras la transición se fundó en el orden y los acuerdos, la nueva época estará marcada por mucha menos disciplina impuesta: se acabó el binominal, y la alianza entre el centro y la izquierda dejó de ser una necesidad histórica. La legitimidad mediática giró bruscamente hacia los más jóvenes, que encarnan una (curiosa) imagen de pureza. Hacer política en ese escenario no será cosa fácil. A falta de mecanismos institucionales de disciplina, los actores habrán de ser mucho más adultos y responsables. Aquí reside la gran paradoja (y dificultad), pues los nuevos actores están más cerca de la adolescencia y la autocontemplación moral que de la construcción de acuerdos; y prefieren preservar su propia pureza antes que admitir la complejidad del mundo. Olvidan así una lección que Camus repetía una y otra vez: la democracia consiste en saberse falibles.

Si la transición produjo el ensimismamiento de la clase dirigente (nuestros políticos ni siquiera saben cuánto cuesta subirse al metro), todo indica que los nuevos tiempos estarán teñidos de un narcisismo particularmente nocivo para la democracia. La sed de pureza ideológica, la búsqueda del absoluto y la pose moral que van aparejadas producen efectos perversos en el plano colectivo. Más bien, terminan conduciendo los países a precipicios sin salida. Sin embargo -y aquí reside nuestro círculo vicioso- esa postura es alimentada (al menos parcialmente) por elites que persisten en actuar como si nada hubiera cambiado. ¿Cómo elegir entre adolescentes líricos y adultos que hace tiempo perdieron su tensión existencial?

Desde luego, estos problemas no afectan solo a la Nueva Mayoría. La derecha, que tiene muchas posibilidades de ganar la presidencial, no parece tener conciencia de la magnitud de los desafíos. De hecho, su principal candidato es un nostálgico reconocido de la transición, cuyo discurso está plagado de lugares comunes. ¿Podrá la oposición tomarse en serio a un país que no termina de acomodarse consigo mismo, o seguirá optando por el corto plazo, las encuestas y las mismas ideas recicladas? Si no hay un esfuerzo genuino en la dirección correcta, la derecha volverá a lograr aquella extraña proeza de convertir sus éxitos electorales en fracasos estratégicos de largo alcance. Como si nada pudiera aprenderse de las experiencias de 1958 y 2010. Y le llamarán, con indisimulado tono de astucia, pragmatismo.

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