Universidades del Estado




La nueva ley de universidades estatales estaba llamada a convertirse en un momento de reencuentro entre el gobierno y las comunidades de las universidades públicas, pero terminó sucediendo lo contrario. Hoy las posiciones se han acercado y los rectores de las universidades del Estado han llamado a votar favorablemente el proyecto en general, no obstante ha quedado en evidencia que subyacen miradas diferentes.

La primera debilidad del proyecto es que no otorga una misión específica a las universidades públicas. Hay una retórica en el mensaje que luego se diluye en el articulado. El Estado no sabe bien qué hacer ni qué atención prestar a sus instituciones, porque él mismo está vaciado de un proyecto de país. Salir de un Estado retraído y sin proyecto es parte del mismo proceso que conduce al fortalecimiento de las instituciones públicas de educación.

Se ve que los redactores del proyecto original piensan que las universidades estatales tienen hoy demasiada autonomía, y una injerencia excesiva de las comunidades en su gobierno. Que ahí está el problema. Pero la autonomía universitaria -y sus comunidades como garantes- descansa en la idea de evitar que el proceso de producción de conocimiento sea capturado por intereses privados o por los gobiernos de turno. Las universidades públicas son parte del Estado no del gobierno, y la autonomía universitaria es lo que salvaguarda una producción pluralista y crítica del conocimiento, y la generación de nuevos sentidos culturales.

En la redacción original también subyace la idea de que democracia universitaria y excelencia académica no se avienen. Es una vieja tensión: el conocimiento genera jerarquías, pero su orientación y diseminación pueden ser materia de deliberación democrática. Aquí, el proyecto apunta, sin mucho disimulo, a la Universidad de Chile y su forma más democrática y compleja de gobierno. Un impensado cuestionamiento -viniendo de esta administración- a la manera en que la Universidad de Chile ha ido reconstruyendo un gobierno universitario democrático, sin sacrificar excelencia académica, luego de la traumática intervención militar de los años 70 y 80.

Sin duda, el proyecto partió con el pie cambiado. En lugar de abordar los problemas que hoy tienen las universidades públicas -de misión; presupuestarios; de expansión de matrícula; de una acreditación acorde a su naturaleza pública; de expansión de la investigación básica, de las humanidades y de las artes; de apoyo a las universidades regionales; de mayor inclusión-, terminó por inventar problemas donde no existían o más bien asumir la tesis conservadora que los problemas de las universidades estatales provienen de su autonomía o de una democracia universitaria incompatible con la excelencia académica. Distintas miradas y sobre todo el debilitamiento de las confianzas, auguran una difícil tramitación de este proyecto.

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